Desde hace un mes visito
periódicamente a una terapeuta, una vez a la semana. Estamos en la fase de
conocimiento mutuo y todavía no me he atrevido a hablarle claramente sobre lo
que me ha traído hasta ahí. Mi terapeuta es una mujer que debe rondar los 50
años y aunque es un poco introvertida está jugando conmigo al ratón y al gato,
que es, o una estrategia para que le cuente por qué he ido o puede que sea una
proyección mía: tal vez me asusten más las estrategas de lo que pensaba.
También, una vez a la semana
visito un dojo de meditación zen. Llevo muy poco tiempo, y si estoy aquí es
porque lo necesito. Mis compañeros son fieles y ceremoniosos. Nadie habla
personalmente con el otro antes de entrar en la sala de meditación, aunque he
detectado a una pareja muy cómplice. Los observo atentamente y el corazón me
palpita. Entramos. Al sentarme sobre el cojín de meditación por un periodo
prolongado tengo que hacer frente al dolor de las rodillas, la espalda que no
consigue quedarse firme y el cuello que gira irremediablemente en distintas
direcciones, aunque tenga que estar quieto como una roca. Durante este breve
periodo no he conseguido encontrar ninguna respuesta, ni siquiera he podido
vislumbrar los problemas que me han traído hasta aquí. En un solo mes estoy conociendo aspectos de mi
ciudad ignorados hasta entonces, una terapeuta juguetona y una mente, la mía,
bastante más caótica de lo que pensaba. ¿Podría ser el responsable de los
problemas que me pasan? Esto es lo único que he sacado en claro en esta tarde
sentado en un zafu. Por eso, una vez terminada la meditación, rehúyo los
compromisos con mis compañeros y me voy solo a un bar acompañado de mis
contenidos silencios, y dialogo exclusivamente con dos cervezas y algún gin
tonic. ¿Para qué volver a casa? ¿Tal vez porque mañana trabaje? Como un
estúpido sigo el deber más que lo puramente instintivo, ese siempre fue mi gran
obstáculo, primero estaban las relaciones con los clientes antes que las
relaciones familiares. Llego a casa, el dormitorio sigue igual, aunque ahora
están los cubos de pinturas y la escalera del pintor que está remodelando la
casa. Quiero tirar un tabique, cambiar los colores y hacer que los malditos
recuerdos de esta puta cama se vayan hacia lo más recóndito de mi memoria
desencantada y defraudada. Es lógico que no pueda dormir en esta habitación.
Aún así, hago un esfuerzo y abro el armario para sacar la ropa que me voy a poner
mañana. Entre mis calzoncillos está un sujetador blanco, del que no consigo
desprenderme y esta prenda, esta dolorosa prenda, muy parecida a las mías…
Duermo delante del televisor y ni siquiera me animan los apareamientos del
National Geographic. Más bien, siento repulsión.
Lo que más me ha consolado en
este mes ha sido el trabajo, allí me aíslo. Trabajo cerca de la mesa de Claudia
y ella me cuenta como es su vida y me habla de planes con su marido y lo feliz
que es. Mientras la escucho, voy respirando, como en el zen y la envidia no
hace su aparición. Así es mi insípida, enmudecida, silenciosa, callada y
absorta vida desde hace un mes. A mi terapeuta le he dicho una excusa: que me
iba de viaje, que tenía asuntos que resolver de trabajo y que ya la llamaría.
Prefiero el doloroso ritual del dolor en las rodillas y en la espalda, sentado
en un zafu en la sala de meditación y el posterior brindis entre yo mi oculta
cara de póker, acompañado por un par de cervecitas. Aunque, he de decir, que
para llegar ahí, para poder ver claramente mi cara de póker, tengo que
mantenerme en silencio durante una hora, con pensamientos intrusivos que me
dificultan acceder a algunas necesarias emociones para que así los gin tonic de
más tarde bajen bien. Y tengo que confesar, que cuando consigo difuminar
algunos de esos intrusivos y ver claramente algunos recuerdos, no me vienen
imágenes, todavía es un poco pronto, solo una pensamiento que se repite en
forma de letanía: mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa…