23/8/10

Como un soplo de viento.

   Hace poco, tan poco que es como si ahora lo estuviese viendo, una posibilidad se enfrentó a otra, pero de otro cariz. El viento de la vida chocó contra la pared del tiempo. Y la eternidad se hizo presente y al mismo tiempo se materializó como esquiva pasajera, de unos hechos que no podrán ser vividos plenamente, al menos de momento. Os hablo de una imagen bellísima que atraía las miradas de todos. Un niño, un pequeño niño de tres años jugaba encima de su cochecito sujetando con una mano un paquete de papas, y cogiendo delicadamente y despacio, una a una, las papas que iba sacando de la bolsa. De pelo rubio y largo, y con unas gafas de sol que lo convertían en un personaje gracioso, pasaba el tiempo sin ser consciente del propio tiempo. No parecía agitado ni ansioso, ni tan siquiera nervioso. Ni tampoco parecía estar preguntándose si sus padres estaban cerca o no. Era luz, no solo por sus movimientos, sino por su tranquilidad, y ¡claro!, atraía todas las miradas. Una pareja pasó cerca de él y se le quedó mirando, y algo sonriente le dijo. Y el niño desvió levemente su mirada, y continuó con su propio juego. Lo mismo ocurrió con el revoloteo incesante de una niña mucho mayor que él. Él la miraba y proseguía ensimismado sin buscar nada, sin pretender cambiar de actitud. Sin embargo, tuvo que ser fuerte a todos los fenómenos que pasaban por su vista, como cuando otra niña, pero de su edad, se acercó a él con intención de jugar. De repente, algo que parecía a una abuela vino corriendo, como poseída, y se llevó a la niña al lugar desde donde estaban inicialmente, no sin antes recibir un castigo incomprensible en forma de nalgadas. Entonces todo volvió a la normalidad, al lugar de siempre, como si paladear la ausencia de prisa fuese un delito. Yo estaba sentado en el asiento trasero del coche de un amigo y desde ahí lo estaba viendo todo. Todo. Desde la vieja bruja que interrumpió mi ensoñación hasta el pitido del que estaba detrás de nosotros, cuando nos advertía que frenáramos para no colisionar con él. Afortunadamente no pasó nada, ni siquiera me afectó el probable rencor que aquella bruja dejó en mi retina. El niño, aquel niño, se quedó jugando carente de todas las implicaciones emocionales de la vida estúpida de los adultos. Y yo me fui, y aún no sé si encontraré otra patria que no sea la infancia.

22/8/10

Sin título.

Te quiero con la cartilla vacía, sin tener los papeles en regla, te quiero como seas, siempre y cuando seas tú y me lo muestres.
Te quiero porque sabes que el uno más uno siempre tiene como resultado el dos, y no el uno, fruto de dividir el uno partido por el uno.
Te quiero porque te sobran las matemáticas, porque nunca supiste de logaritmos ni de empresas que dañaran lo que realmente sientas de corazón.
Te quiero porque nunca abandonarás el misterio ni la aventura. Ni tampoco la palabra juntos, canoa que lleva del infierno al Parnaso, pero aquí, en la Tierra.
Te quiero porque no te andas con chiquitas, porque sabes en realidad que el dolor es amigo, hermano y conocido de todos los que nos rodean, empezando por nosotros.
Te quiero llevando palabras, aun a sabiendas de que el silencio dicta siempre las frases al corazón, sin vías de escape.
Te querré cuando te vea, cuando realmente te vea verdaderamente, y no antes, cuando las fronteras que separan nuestras inquietudes se fundan en ese entonces, y demos lugar a una forma de vida en forma de proyecto.
Te querré desde el preciso instante en el que te despida por la ventana, del mismo modo que cuando te vea de cerca, muy cerca de la profunda intimidad.
Te querré cuando nos veamos, y comprendas quién soy yo y qué cosas no quiero, de la misma forma que el océano comprende lo que es la arena, o los influjos cíclicos de la Luna.
Te querré porque ya no podríamos hablar sobre asuntos inconclusos o complejos, sino del reconocimiento de nuestras miradas, traducido en tacto, temblor, fuerza, suspiro o carácter. Uno, ¡siempre uno!, en una emoción compartida… ¡Si ambos sabemos, lo que es compartir la Vida!

19/8/10

MUERTE A TRES BANDAS

   ¿Por qué no podemos entrar en el interior de las personas?... ¿Y por qué tampoco supe cómo mi hermano durante meses había hablado, sin enterarme, con mi mejor amigo, sobre mí, sobre aquel mal trago?, ¡aquella fatal y seca muerte y aquella dura separación o triste desgarro! ¿Por qué no supe intuir las llamadas incesantes de mi familia a mi teléfono, con el pretexto de hablar conmigo, pero con el fin de evitar lo que ahora ya nadie remediará? Ni siquiera los que ahora me miran con la mirada nerviosa y expectante, quizá más nerviosos de lo esperado, sólo porque una pareja de guardia civiles me sujetan y me están conduciendo al coche de atestados, muy cerca de esta patrulla de bomberos que no se da tregua>>.
Esto, y cosas parecidas, es lo que su mente, o lo que quedaba de ella escudriñaba con aquellos ojos sorprendentemente bien abiertos, como si de un infeliz muñeco se tratara, con aquel paso desgarbado, maltrecho, en una tarde que se había conjurado definitivamente siniestra, con un silencio sólo cortado por unos llantos apagados de algunas de las vecinas que lo conocían. Hasta sus propios amigos, algunos de ellos por fortuna no pudieron verlo, pero los que sí estaban presentes en el momento de la detención y la tragedia oían en su interior una melodía ronca y pausada, emocionada y rítmica, (-¡desgraciado!-, mascullaban), mientras los pasos de la tarde avanzaban más lentos que nunca. Las nubes grises parecían como si fueran otro testigo humano más de una atmósfera irremediablemente inevitable por desgracia.
También aquella tarde se enteró de cómo los amigos le intentaron advertir, días antes, de un caos que iba creciendo y creciendo según iban pasando los días. Para que no siguiese ninguna determinación fatalista lo sentaron más de una vez en aquel paseo costero, y hablaron con él de la desafortunada desaparición de su hijo. Y él, con lágrimas en los ojos y con una cerveza en la mano, miraba al frente, y el romper de las olas lo calmaba por un instante, y seguidamente sentía la necesidad de fundirse con un mar que no hablaba, pero cuyas olas emanaban la misma esencia salina de unas lágrimas incontrolables, que ni siquiera la droga, ni las pastillas para dormir que tomaba sin control médico, podían aplacar por aquel entonces.
La separación, o lo que él eufemísticamente llamaba separación, fue dura, lo más duro, incluso más que lo del niño. ¡Irreparable pérdida! le dijeron en el funeral, aquellos, que no encontraron palabras ni consuelo para imprimir algo de aliento a un alma y a una mirada perdida, sumida en la agonía. Vacío de cuerpo y de alma, tembloroso, cargó el féretro de su mujer, ayudado por vecinos y amigos. El ritmo de la alfombra humana que lo rodeaba era lento, lleno de olores y de diferentes sensaciones a su tacto hipersensible. Sus piernas flaquearon, llorando, por un peso que avanzaba hacia la ansiada separación definitiva de la que tanto habló después, pero sus manos y sus hombros sentían por última vez aquella paradójica gravidez; y su interior más profundo revivía, durante breves momentos, las veces en las que tuvo entre sí la fuerza de su cuerpo mientras hacían el amor. Por un instante la vio viva, aunque enseguida recordó cómo había dicho lo mismo, cuando regresó la tarde anterior, y la vio acostada en el suelo con un bote de pastillas en la mano y la otra abrazando la cuna del niño que se les había ido.
También, aquella tarde, vio cómo las miradas se posaban sobre él y sobre los guardia civiles, ¡como aquel día!, mientras todo el pueblo observaba como ardía aquella casa, su casa, que ahora empezaba a ser reducida a cenizas, mientras los bomberos intentaban apagar aquella desgracia familiar, sin saber a ciencia cierta quién había sido el responsable.

8/8/10

Mismo objetivo, misma búsqueda, igual miedo.

   Cuatro monjes se retiraron a un remoto monasterio en la montaña a fin de dedicarse durante un tiempo a un ejercitamiento intensivo de meditación y la búsqueda de las verdades supremas. Se instalaron en un ala del monasterio y pidieron no ser molestados durante siete días, pues iban a practicar muy rigurosamente y en total silencio. Se habían impuesto el voto de silencio durante ese periodo. Se reunieron la primera noche a meditar. Estaban en un santuario silente y con una acogedora atmósfera espiritual, a la luz de las lámparas de aceite. Los cuatro se sentaron en la postura meditacional. Les acompañaba un asistente que se haría cargo durante esos días de asuntos domésticos. Pasaron dos horas. De repente una de las lámparas amenazó con apagarse, y uno de los monjes dijo:
- Asistente, estate atento y no dejes que la lámpara se apague.
Entonces uno de los monjes le llamó la atención, diciéndole:
- No se debe hablar en la sala de meditación además estamos en voto de silencio durante siete días no lo olvidéis.
Indignado porque dos de sus compañeros habían roto el voto de silencio, otro monje les respondió:
- Es el colmo. ¿ No os recordáis que hemos hecho voto de silencio? Entonces el cuarto monje, desalentado, los miró recriminatoriamente y dijo a media voz:
- Qué pena! Soy el único que permanece en silencio.

3/8/10

No sé.

Y qué será lo que fuese, cuando todo ya se descubre, cuando las verdades aparecen y desaparecen, cuando la meta es difícil seguirla, pero ir marcha atrás es más complicado. ¿Por qué? Seguir la voz de adentro, sin esperar cambios posibles. Seguir, siempre seguir. Por el camino fuertes gritos asaltan las fronteras del abismo, mientras en la cercanía se oyen susurros embriagadores y seductores que me persiguen, que me instan a fijar la mirada en un sueño, en una manera de ver la vida en la que no sé si realmente estoy presente…
La voz, la VOZ, siempre la voz, tal vez seas tú, fugaz pasajera la que siempre te asomas a mi ventana para gritarme cuando no puedo verte, y cuando mis sentidos esperan otra cosa de mí. Quizás seas eso, fiel compañera, amiga, la que llevas la voz cantante, la que decidas cuánto y cómo, dónde y cuándo, esperando simplemente una respuesta que no sé si te favorece.
Adelante, adelante, pasito a pasito, sí, construyendo algo informe, pero con la estructura del corazón, viviendo cada momento como una letanía, como un desfile de cadáveres carnavalescos, que se aproximan valientes, cayéndose sobre mí, como la más densa bruma otoñal. Sí, seguir, seguir, hacia adelante.
Un giro tengo en mi alma, un vuelco, un pálpito, una certidumbre, un sensación sin forma ni color, una captación de lo que permanece y también de lo que se va. ¡Volaría ahora como un pájaro, con el sonido de una guitarra en la mano, oteando los paisajes que me faltan por ver y dando gracias por haber visto las sensaciones que me han producido la presencia de mis pisadas sobre la Tierra!
De antemano, no puedo esperarte. No, y tú lo sabes. Búscame y encuéntrame en algún lugar, sabes que de alguna manera estaría esperando tus palabras, luchando en el frente, sintiendo las sensaciones que desfilan cada día en mi universo. ¡Volar!, ¡sí!, volar, hoy nada me puede, hoy soy ingrávido como una paloma, y tan frágil como el silencio.

Pecado mortal

A mi familia
Introducción
Hans Küng estudió con Ratzinger (o Benedicto XVI), el actual papa. Decían las buenas y las malas lenguas que Küng apuntaba en su época de estudiante como un gran teólogo. Benedicto XVI fue más modesto, no era tan inteligente, pero sí más ambicioso. Su mayor logro fue ser nombrado “Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe” la ex-Santa Inquisición.  Dicen que el primero ha sido uno de los mayores teólogos que queda del Cristianismo, sin embargo su visión siempre fue criticada duramente por Roma, sobre todo, por el aclamado y afamado Juan Pablo II (fundador de la prelatura al Opus Dei y muy crítico con la Teología de la Liberación). La mano derecha de Juan Pablo siempre fue el alemán Ratzinger. El otro alemán, Küng, afirmó desde mucho tiempo atrás, que el infierno era un ESTADO y no un lugar. Sus múltiples declaraciones en este y en otros sentidos, como el ecumenismo, han provocado que se le haya advertido y/o amenazado de excomunión.

PRIMERA PARTE
Entonces te haré bajar con los que bajan a la fosa, con los hombres de otro tiempo; te obligaré a residir en el país de los abismos, entre ruinas sempiternas, con los que bajan a la fosa. Ezequiel 26, 20.
    Entro en una profunda cueva, llena de oquedades, silenciosa, oscura y negra, como el abismo más absoluto. Mis sentidos se adaptan lentamente a todos los fenómenos  que están por descubrir. Primero lo hace el oído, que pasa del ruidoso estrépito exterior a esta apacible calma, casi dolorosa, que lo invade todo. Seguidamente, mi vista se va posando ligeramente en los objetos y en las estructuras que siento próximas a mí, con lo cual, este negro intenso va degradándose en un color grisáceo, que me permite ir percibiendo algunas formas que se me aparecen delante. De lo primero que me percato es de la profundidad del lugar en el que me encuentro y del angosto sendero que me lleva desde donde estoy hacia la base del precipicio.
El resto de los sentidos va adaptándose también a este lugar. No se huele a nada en particular, más bien a vacío, si el vacío puede tener olor. Tampoco el lugar sabe a nada en particular, más bien a algo agrio o amargo, no sabría especificar la frontera entre lo uno y lo otro. Por último, el tacto detecta a través de mi piel un ambiente ligeramente apacible, y digo ligeramente porque presiente que más abajo de donde me encuentro reinará una humedad propia de paisajes inmemoriales y alejada de la verde naturaleza de los bosques secos y cálidos.
Estoy solo, la entrada se me ha taponado desde hace tiempo, no me queda más remedio que ir moviendo el cuerpo, mis piernas, mis brazos, mi cabeza, mi voluntad, en definitiva. Sin embargo, saber que tengo que descender solo, sin saber lo que me voy a encontrar, me atemoriza. Es por eso que decido hacer un rudimentario campamento base y quedarme en él hasta encontrar el mejor momento para proseguir. Donde me encuentro, ni se está bien, ni mal. Se está. Tomar conciencia del abismo que está debajo de mí, por contra, me infunde desesperación, pero no deseo enfrentarme con nada que esté más abajo, sin haber reunido la fuerza suficiente para levantarme de donde estoy e ir bajando a un lugar definitivamente enigmático.
Los días pasan, las semanas, incluso los meses y, yo sin poder dar un paso. No sé cómo percibo el tiempo, cómo lo intuyo, para mí sigue siendo un misterio. Es éste, un lugar donde no hay estaciones, ni reloj, ni tiempo, ni recuerdo de las horas y los segundos. Se podría definir como eternidad, no tiempo, ausencia de movimiento temporal, lago estancado donde reposa la conciencia del minuto y del calendario. Es ésta, la realidad en la que me encuentro y me es imposible escapar de ella. Unas veces trato de compadecerme preguntándome por qué me encuentro en este lugar y no en otro. En otras me reprocho haber acabado de esta manera, sin solución aparente, aislado, solo, vacío, ausente, desesperado…
La necesidad de curiosidad y la curiosa necesidad, ambas de la mano, me han traído a este estado; así que no puedo reprocharme nada, fui yo el que decidió entrar, el que encontró la cueva y el que la anduvo buscando. Ha pasado el tiempo, más tiempo que le descrito hasta ahora. Los siento porque me he acostumbrado al refugio que me conserva y aísla de poder percibir algo más de lo que pueda estar ya sintiendo. Me es imposible ver la luz o usar la inteligencia para resolver este enigma en el que me hallo. Estoy yo y este abismo, que cada vez es menos abismo, porque lo he interiorizado y ahora habita en mí, antes siquiera de haberlo descendido, antes de que mis piernas hayan sentido su tacto.
Como ya he hecho mío este océano de vacío y he creado una imagen, en mi mente, de todas sus formas, he decidido abandonar el refugio y empezar su descenso. Pienso en que imaginarlo y verlo difieren por mucho que intente equipararlos. Además, ya que lo tengo delante de mí, ¿por qué no explorarlo en vez de seguir recreando cómo podría ser? Es por eso y mucho esfuerzo dedicado que me inclino desde donde estoy hasta intentar ver el fondo, que es de una negrura espesa y rígida. Me he concentrado en cada paso que que doy, para no caerme ni para echarme atrás, al encontrarme abandonado a toda suerte. Comienzo, pues, el descenso de este abismo.
El laberíntico camino que desciende serpenteando (hasta donde mi vista puede alcanzar) está ausente de vida. Polvo, piedras y rocas son mis compañeras, en esta travesía que es dura de entrada. Lo primero que percibo cuando mis pasos comienzan a andar es un silencio abrumador, seco, triste y sombrío. No hay nadie cerca, nada alrededor puede hacerme compañía. Estoy solo, abandonado, desesperadamente lejos de cualquier compañía. Echo de menos las risas, la complicidad, el tacto de otra persona, su empatía. Pero estoy solo, y es ese silencio el que me quema por dentro, me abrasa y calcina mi ánimo. Sin embargo prosigo mi marcha, hago acopio de todo el valor que puedo encontrar y continúo el viaje lentamente, paso a paso.
Voy descendiendo y dando todo lo que mi voluntad me deja, esto es, me voy entregando a esta realidad, la voy haciendo mía, voy bebiendo su indescifrable néctar. Cuando ya me he acostumbrado al silencio, a la nada, a la desesperación y a no saber sobre ninguna de las cosas que podrían tener sentido, empiezo a escuchar algo. Primero se me presentan estos sonidos como agudos golpes, provenientes  de distintos lugares, al mismo tiempo. Poco a poco la sincronía de todos ellos crea una sinfonía polifónica, primero en forma de crujidos, luego con sensación de rugidos, más tarde en forma de lamentos…
Estoy caminando por este camino tortuoso, descendiendo hacia este corazón de piedra negra, como la necedad o la ignorancia. Voy dando pasos, asumiendo esta negrura que cada vez es mayor y tropezándome con esta honda letanía de voces y lamentos. Su escucha me da pavor, porque son palabras inconexas, balbuceos, lloriqueos, cánticos. Los sonidos provienen de lejos, de cerca, de las piedras que toco para guiarme, de mis pies; unas veces se aleja de mis oídos, en otras el sonido retumba como la catarata y su explosiva fuerza. Las voces no parecen detenerse, cada vez se las siente más, según voy bajando. Ante mí, además, está la negrura de la que hablaba.
He recorrido un buen trecho de la senda y ahora sigo estando solo, y es ese color negro lo que tengo a un milímetro de mis ojos. Podría intentar morir, pero en este viaje eso es imposible. Algo me dice que encontraré alguna respuesta si sigo descendiendo, y es debido a esta intuición por la que con mucho miedo y con mucha dificultad, continúo el viaje. He pasado del silencio más absoluto, a la negrura más profunda, acompañada de estas voces intermitentes que resuenan por todo el espacio. He decidido sentarme e ir bajando con el cuerpo posado en tierra, para no caerme y para poder sentir cualquier variación del terreno. Cada vez estoy más solo, menos deseoso de encontrar una saludo, más receptivo a todo lo que me pasa. No sé si es por esto que los lamentos que escuchaba se van haciendo audibles, tienen consistencia gramatical y semántica.
Primero capto la palabra silencio, que se repite en varios tonos; luego tortura, más tarde negrura y después tristeza. Todas ellas se van enlazando hasta formar lo que parecería un trabalenguas o un discurso monocorde. Es estremecedor lo que mis oídos están escuchando, nadie podría imaginar cómo y por qué está sucediendo esto, pero algo me dice que es inevitable, que está sucediendo delante de mí. Para olvidarme de esta sórdida evidencia me he cerrado los ojos y me he tapado los oídos. Es inútil enfrentarme a esta realidad pues de sobras sé que no saldré victorioso. He metido además la cabeza entre mis piernas, estoy a punto de perder el juicio. Resisto, tiemblo, desespero, me siento perdido. Entonces, después de haber estado en esta situación durante un buen rato, me he dado cuenta de algo fundamental que no había percibido hasta ahora. Las palabras, las voces que oigo y esta negrura que está delante de mí tienen algo en común, algo tremendamente increíble y que ahora percibo con claridad.
Es atemorizante lo que he descubierto: toda esta oscuridad y las palabras, que con ese volumen retumban en mi cabeza, forman parte de mí mismo. Las palabras tienen mi tono de voz y el contenido de las mismas guardan relación con algunos de los fantasmas más amenazantes, que siempre me han poseído. Esta opaca negrura se parece también a la poca claridad de mi alma, las veces que no he visto la relumbrante luz del ser. Cuando descubro esta relación algo mágico sucede. El ambiente donde estoy se ilumina totalmente, dándome cuenta que me encuentro en la base del precipicio. Las voces se han silenciado. Aunque me encuentro todavía en un ambiente de silencio, éste tiene otra estructura. Es un silencio más sereno, menos sobrecogedor. Después de captar el lugar en el que estoy, la solidez de las piedras que lo componen y la increíble bajada por donde he descendido, observo mi ropa, toda sucia, roída y hecha jirones.
Estoy completamente exhausto, pero sin embargo estoy calmado porque he llegado a comprender algo de esta caverna que me tiene prisionero. Decido moverme, salir por fin de este lugar, aunque primero tengo que encontrar la salida. Unos pasos más adelante algo que me estremece se posa ante mis ojos. Se trata de una silla en la que está un niño sentado. Es pequeño, no le llegan los pies al suelo, aunque es lo suficientemente grande para no ser confundido con un bebé. Está triste, lloroso diría, tiene un codo apoyado en un muslo y su puño sostiene la barbilla. Parece o darse cuenta de mi presencia o le da igual sentirse solo o acompañado. Cuando me acerco lo suficiente y le increpo palabras que le hagan salir de ese estado, lentamente va incorporándose y es desde ese momento, cuando todo lo que había visto cobra sentido, dejándome perplejo, ambas cosas por igual. El niño que se incorpora es mi misma imagen de pequeño.
No es que se parezca a mí, ese niño soy yo cuando era pequeño. Múltiples emociones me vienen, pero la primera que me surge es la de abrazar a ese niño. Antes de hacerlo le pregunto: ¿quién eres y qué haces aquí? Me responde con una cadencia que me resulta familiar: –soy parte de ti; éramos uno antes de que te olvidaras de mí y me arrinconaras en esta lóbrega caverna. Te olvidaste de mí, de mi inocencia, de mi espontaneidad, de mis risas y de mis emociones. Llevo muchos años aquí aislado.
No sé cómo me siento al revelarme tal noticia, tal descubrimiento, tal revelación. Lo cierto es que ahora todo el rompecabezas encaja…>>


…Ésta es la trascripción de la grabación de audio, fruto de una  regresión, practicada al paciente X en una sesión de psicoterapia, hace unos años. Queridos alumnos: no sólo está claro que la infancia es la morada del adulto; también la caverna es el acceso a los paisajes más inconscientes y reprimidos del ser humano. El paciente que habéis escuchado sufría una profunda depresión durante años. Después de intensas sesiones de tratamiento, se logró que se diese cuenta de toda su realidad interna. No sólo tardó tiempo, que le fue costoso ser consciente de que su vida cotidiana era como esa caverna, lóbrega y fría. Sin recordar cómo era verdaderamente, había vivido solo y ausente. El niño era su esencia pero la caverna: SU INFIERNO.
Epílogo: No hay nada más real que sentir cómo real aquello que siempre ha sido considerado contrario a la supuesta verdad. Verdad que es, esencialmente, una gran mentira.

¿Qué aprendí? Que al infierno se entra solo, nadie nos empuja y que se sale con nuestros propios pies, los del la VIDA.

matisse_baile