28/3/15

Penélope cose la red de la portería



-Por fin lo conozco. Es usted el Messi del que todos hablan. Es un enorme placer conocerlo. Usted ha sustituido a las tertulias políticas y literarias de Buenos Aires y ha mantenido en un hilo la vida de muchos compatriotas cada domingo que padecen del corazón, incluso a los sanos. De esta Argentina populosa, usted es el emperador, si es que alguna vez hubo imperio. Perdone que le toque la cara, estoy ciego como sabe y esta es la única forma por la que me doy cuenta de que esta conversación es real y no una mera ficción.

-El placer es mío, maestro. ¿Cómo preferís que lo llame?

-Con Borges es suficiente.

-Le parecerá extraño que venga a visitarlo. Me confieso un pésimo lector, pero respeto su figura y su recorrido. Mi representante ha llegado a un acuerdo con su editorial y ven con buenos ojos la idea de una biografía mía, y para ello han pensado en usted para escribirla. No le han querido decir nada, esperaron a que me reuniera con usted y le diera la noticia. Ojalá lleguemos a un chance.

-Ahora entiendo la prisa y la ceremonia de la entrevista. Y dígame, ¿cómo quiere que me ocupe de este encargo si ya no puedo escribir ni una sola carta?

-El maestro es usted, seguro que se le ocurrirá algo. No he leído nada suyo, pero una vez, en el Barcelona, Guardiola, el que fuera mi entrenador, solía llevar su libro “Ficciones” en el autobús de vuelta de los partidos, y solía gastarme bromas. ¡Este sí es un figura!

-¿Su entrenador leía?

-Ah sí, mucho, Ibrahimovic lo llamaba el filósofo. Tenía fama de acudir a los teatros y las exposiciones.

-Nunca asistí a un partido de fútbol. No he comprendido ese juego. 22 hombres y diez mil espectadores. En la Edad Media las batallas las libraban diez mil almas y 22 nobles miraban. Le propongo una cosa, usted es rápido, supongo. Los niños que viven tres cuadras más allá de mi casa, corean todas las mañanas su nombre. Todos inventan un regate nuevo, parece que usted les inspira. Me comprometo a pensarme su oferta si usted lee “El espejo y la máscara”, una obrita mía que escribí hace tiempo que también transcurre en la Edad Media.

-¿Es complicada la obra esa?

-¡No se atormente! Tómese el tiempo que necesite. Léasela y se dará cuenta de la importancia que tiene escribir una sola palabra, y luego entenderá la responsabilidad que contraeré con el resto de los argentinos. Léasela y piense en el peor calificativo que le defina, una sola palabra.

-¿Por qué tiene que ser negativa, maestro?

-Porque si vamos a escribir una obra suya, tendremos que convencer hasta el más despiadado con su nueva imagen literaria, aquel por ejemplo que no tiene reparos en compararlo con Maradona y otras pelotudeces, aunque yo no sepa de fútbol. Le dejó un mes para pensárselo. ¡Qué diría Kipling si me oyera!

-La verdad es que no estoy acostumbrado a ver cosas negativas sobre mí, siempre las he regateado.

-De eso se trata, de que por una vez, usted sea el portero.

5/3/15

Con el permiso del maestro...



Macondo no es para ti

Cuando García Márquez se encontraba en su febril composición de “Cien años de soledad”, prácticamente no dormía. Al regresar de madrugada a su cama, su mujer Mercedes le decía cada noche: ¿cómo va la novela? Y él, sabedor de su dolorosísima empresa, le decía: No va mal, solo que tengo atravesado a un personaje. Se llamaba Cristóbal Dorta, y en los borradores de la novela, lo había descrito con el pelo corto, lo había hecho amigo de un estrafalario maestro zen que había llegado al pueblo con el gitano Melquíades, ofreciendo una bebida que, bendecida con una ramita y probada durante dos semanas, curaba del susto, las diarreas y la tristeza; mientras, su  madre y su padre verdaderos habían sido dos jaguares que lo habían alimentado más allá de Macondo, cruzando el río, en la misteriosa e impenetrable selva infinita, y él, Cristobalito solía guardar un cariño especial por Úrsula Iguarán, la generosa matriarca de la familia, que lo encontró riendo a carcajadas, desnudo y solo, muy solo, en un platanal salvaje. Cuando Gabo le contaba como lo estaba perfilando, Mercedes le decía: Está muy plano todavía. Al día  siguiente, se sentaba en el escritorio y no comía: le dejó el pelo largo con tirabuzones, lo hizo vestir siempre con pañuelos al cuello, le perfiló unos ojillos de ratoncito, lo hizo crecer y retozar bajo la mano de Jose Arcadio Buendía, que le enseñaba los secretos de la alquimia y la agricultura, mucho antes de que nacieron Aureliano y Jose Arcadio, y hasta probó a hacer una versión de la novela en la que la historia se bifurcaba, Macondo por un lado y Cristóbal Dorta, enrolándose y viajando con los gitanos, comprando por tres monedas un tomavistas cuadrado que revelaba los secretos de las personas y hasta el alma. Mercedes, por segunda vez lo escuchó y se enfadó con motivos: ¡Dijiste que ibas a empezar la novela con el descubrimiento del hielo, estabas entusiasmado, mírate ahora! Y entonces, un Gabo compungido y fatigado, le dio la primera bofetada a Cristóbal Dorta, rompió el manuscrito y lo tiró a la papelera. “No te mereces menos, solo me has traído fatigas”. Y fue entonces cuando se le encendió la luz creativa y enseguida apuntó en su cuaderno de notas: posible novela sobre un personaje que sufre por amor no correspondido hasta que se hace viejo; y añadió en el fervor: otra posible novela sobre un náufrago rescatado a sí mismo que nunca llega a readaptarse muy bien. Y desde la papelera, un Cristóbal sin miembros, convertido en celulosa, entre cuartillas y viejas cartas escuchaba sonriendo y abriendo los ojos pero ya enmudecido, como si quisiera decir: sí, sí, esas dos son mis historias.