12/10/10

Cuando me he resfriado…

Quiero decir en este día, tantas y tantas cosas como rebosan en mi ser, y es tan difícil ponerlo por escrito… No es que no pueda sino que no sé pintar la realidad para que ésta adquiera el valor que se merece.
Si sólo pudiera ser en “carne viva”, si la piel no ejerciera de frontera, si sólo fuera posible ver sin explicar. Si contar fuera lo mismo que cantar (¡y no sólo es un juego de palabras!), podría expresar lo que siento, sin caer en la vehemencia de querer retratarlo perfectamente.
Pero ahora me encuentro resfriado y me cuesta expresarme y hasta pensar, soy consciente de que soy una marioneta de mis propios virus, y aún a pesar de saber y sentir que hago bien las cosas que la vida me pone por delante (incluso el darme cuenta de mis propios errores), hoy no he podido retratar mi mundo tal y como lo desearía…
Quizá la conclusión más inmediata de mi estado es mi propio estado inmediato, mi imperfección, mi maravillosa imperfección, que me hace ser más fuerte, pues en mi debilidad, en la conciencia de mi pequeñez como SER, en ella, y en su certidumbre reside toda mi fuerza. Como la de un capitán de barco que sabe cuando cambiar de rumbo o cuando poner ancla. Como la afanada ama de casa, que tiene que hacer mil cábalas para que todas las cuentas y todas los elementos de la casa cuadren. O como el futbolista, cuando piensa en un segundo hacia donde va a dirigir su regate.
Querría pensar un “como todos”, pues al fin y al cabo todos “capeamos el temporal” y “todos sabemos darle la vuelta a la tortilla”. Mas, a veces, yo el primero creo que puedo controlar todo y abarcar todos los pros y los contras, convirtiéndome por un instante en un superhéroe codiciado por mi propio ego. Por eso, terminaré diciéndome y “alegrándome” de estar resfriado, pues al final, por mucha metafísica o filosofía, soy un ser vivo, simplemente, al que no le dejan vivir, unos bichitos que habitan en mi CUERPO. “Mi cuerpo…”: ¡tremenda paradoja!

7/10/10

Inesperado

Cuando el carcelero abrió la puerta de la celda, los hombres que lo acompañaban entraron con paso firme, pero de procesión. Eran tres. Cada uno fue colocándose delante del preso de forma ceremoniosa, con las manos juntas y a la altura de sus ombligos, con los hombros ligeramente encogidos y las piernas ligeramente abiertas. En el aire flotaba tensión, y quizás fuese porque cada uno ya asumía los efectos que aquella visita esperada iba a provocar en todos y cada uno de ellos.
Ni por casualidad hubiera imaginado, aquel turista francés, que su segunda noche de estancia en la ciudad de Bangkok pudiera haber sido tan turbulenta, si este adjetivo puede sintetizar los efectos que produce bajar al infierno y a la desesperación, cuando se tiene la certeza de estar tocando, literalmente, el paraíso terrenal, sin haber imaginado antes que este mismo existiera. Iba elegantemente vestido. Con un pantalón vaquero, una camisa de seda de color marrón, una americana blanca y un peinado natural pero con gomina; aquella noche, su segunda noche en esta ciudad, iba a ser su puesta de largo para probar todos los manjares que su goloso cuerpo pedía. Desde que salió del hotel pidió un taxi para que le llevara al centro, pero no al centro histórico, sino al centro del sexo, del sexo y del desenfreno, en una ciudad que siempre le abre las puertas a quien tiene dinero y a quien quiere gastárselo sin medida. Al salir del taxi pagó religiosamente a un taxista que no hablaba nada y que parecía estar pendiente de algo que todavía no había resuelto. Como estuvo en el taxi con los cristales subidos y con el aire acondicionado puesto, no fue consciente de todas las sensaciones de cada esquina por las que el taxi avanzó. Sólo vivió durante el recorrido las visiones propias de los vídeos musicales, mientras el flamante Toyota se deslizaba por las calles, acompañado de por una suave música británica que se exhalaba de la radio del coche. Tuvo emoción al bajarse y no sólo por lo que su imaginación barruntaba sino por lo que vio: luces, ¡luces de distintos colores y formas!, destellantes, rimbombantes, elegantes, sencillas; amarillas, rojas, blancas, azules o violetas. Los letreros que adornaban estas luces estaban escritos en diferentes lenguas, creando la sensación de un Babel actualizado, que se mezclaba con los olores y las conversaciones de todos aquellos viandantes que se movían durante la noche como si fuera de día.
También se hizo de día, ¡pero un día real!, en el calabozo en el que lo habían maniatado cruelmente, después de haber recibido las innumerables palizas que aguantó llorando al principio, y estoica y resignadamente después. Las nociones que pudiera tener sobre el tiempo cronológico, las dedujo por un inusual sentido intuitivo (para su estado), y por la confirmación que el carcelero le dio posteriormente. Sí, el mismo que dispuso la celda para que entraran aquellos tres hombres, vestidos de traje y colocados en semicírculo y a menos de un metro de él. El ambiente, el peculiar ambiente de la cárcel y cada una de las posiciones de ellos tres, que tiraban a lo grotesco, terminaron por asustarlo aún más en vez de ayudarlo.
Nunca le perturbó, por el contrario, lo que hubiera de pasar en esa calle atestada de luces y fuertemente embriagadora. Sus pasos eran elegantes y sinceros mostrando firmemente el donjuán que llevaba dentro. Se cruzó con miradas, algunas les respondieron, otras no, (iban demasiado deprisa para contemplar aquellos pasos rítmicos y seductores). Más de uno se acercó a él, reconociéndolo como turista, invitándole a clubes nocturnos, promocionados por la mirada inquisitiva e insistente de los distintos relaciones públicas. Algunos eran inquietos y bajitos y ni siquiera lo miraban bien, otros, por el contrario, eran más pausados y lo trataban de tú a tú, reconociéndose mutuamente, como si el personaje que representara esa misma noche no fuera sino un personaje prototípico, una puerta de entrada al mundo nocturno, donde los hombres que sabían a lo que iban se reconocían al instante. Caminaba con un cigarro en la mano mientras su cuello iba moviéndose, lentamente, de izquierda a derecha, contemplando, siempre observando el ajetreo, y el curioso y contradictorio orden que reinaba en aquella enorme calle, diseñada para los peatones y construida con y para el dólar. Más de una vez oteó preciosas mujeres de diferentes razas, que lo miraban y seguían en su camino, como si él hubiera descubierto su secreto más íntimo. Cruzó miradas, recíprocamente aceptadas, de algunas mujeres asiáticas. La que más le sedujo fue la de una mujer asiática con cuerpo prieto y estilizado, que vestía un traje blanco y sencillo, nada pomposo. Estaba sentada en una terraza y con la mirada parecía que lo estuviera invitando a tomarse una copa con ella. Era evidente que seducía con facilidad, por su andar, su control del espacio, sus pasos lentos y armoniosos, ¡como si flotara! No dejaba a nadie indiferente. Su marcada presencia iba dejando un rastro por donde pasaba, parecía como si fuera uno de los elegidos, de entre los pocos, que realmente veían lo que pasaba en aquella ciudad.
Quizá fuera por su presencia y por su oloroso rastro, los motivos por los cuales se metió en problemas sin casi mediar palabra. Cuando en aquella noche lo encontraron haciendo el amor, salvajemente, con la mujer que se dejó participar en el juego seductor que él había provocado, ¡todos lo envidiaron! En un reservado del club nocturno, al que bajó con ella, hizo realidad aquel fuerte deseo compartido de dos cuerpos que se sabían jugosos, provocativos y hasta llamativos. Los rasgos físicos de él estaban en ella, se le pegaban en la retina, y las curvas de ella y su simpática sonrisa cobraban vida en él, como si a través de ella entrase en otra dimensión desconocida de su propio campo de visión. Los preámbulos de aquella noche fueron escandalosos y ardientes, pero los dos siguieron. ¡Los dos! Con una copa por la mitad se apartaron juguetonamente a un espacio con sillones modernos y luces azules, más apartado y reservado de la principal barra de aquel club, extrañamente vacío. Los ojos del camarero no pudieron apartarse de la mano izquierda de él, apoyada en su nalga izquierda, mientras la mano derecha de ella se agarraba a su hombro derecho, al decidir irse a una sala más íntima y vacía. ¡Si yo fuera él!, decían los más que observadores ojos del camarero, cuando sintió una leve erección al contemplarlos, y más concretamente a ella, aquella mujer color chocolate, alta, estilizada, de pelo negro y con vestido azul.
De todo lo que sucedió en aquella sala, sólo fueron testigos los ojos de los captores. Parece que se entregaron a sentir, aunque no se quitaron la ropa del todo. Cuando los cuatro hombres que lo detuvieron decidieron entrar definitivamente, ella estaba sentada encima de él, y él estaba dentro de ella. Sólo pudieron ver con envidia los movimientos de sus seductores cuerpos al ritmo de la música, y aquel pelo, aquel pelo picado que caía sobre aquel vestido azul, más subido hacia arriba de lo normal. Por supuesto, ninguno entendió nada, y ninguno pudo defenderse. A la mujer la apartaron enseguida de un empujón y cayó al suelo. Desde allí se quedó viendo la escena… A él lo sujetaron entre tres, mientras el cuarto, le soltó un par de puñetazos en su vientre, con el fin de disuadirlo de todo deseo de liberación. Pareció evidente que los sonidos de los zarandeos advirtieran al camarero, que dejó de servir copas a aquel pequeño puñado de clientes alrededor de la barra. Todos estos giraron la cabeza y miraron una escena desproporcionada. Cada uno de los cuatro sujetaba al francés por una de sus extremidades, mientras con paso firme iban subiendo los pocos escalones que distaban de la calle (diez, como mucho). Algunos de los clientes se miraron entre sí desconcertados y otros miraron al camarero, como si éste hubiera podido convertirse en héroe o sheriff de manera instantánea, sólo por trabajar allí, y sin evidenciar lo injusto que sería tal enfrentamiento.
Las miradas de sorpresa también se sucedieron, pero en la embajada. Cuando aquel día llamaron desde el hospital diciendo que tenían en observación a un paciente con heridas y contusiones más que evidentes, la maquinaria burocrática no pudo detener lo que ya parecía evidente. Estragos iba a causar todo y ya no había manera de detener al cuarto poder al que ellos mismos habían alentado secretamente. Los rotativos de los periódicos ya no podrían pararse, ni siquiera todo lo que se había dejado insinuar en otro tipo de periódicos, pero digitales. Un representante de la embajada francesa en Tailandia, excusando al embajador, en viaje diplomático, había recibido a la policía de Bangkok a altas horas de la noche, y cuando éstos le mostraron la documentación del individuo al que habían arrestado e interrogado, enseguida enmudeció y tragó saliva.
En el hospital todo transcurrió como se lo esperó en sus mismísimos sueños. Atendido, curado, escuchado y rescatado del dolor más profundo, terminó de llorar lo que ya empezaba a ser una mala pesadilla. Ni siquiera pudo recrearse en ver las fotos, las pocas fotos que había hecho esa noche, con una cámara que compró durante el comienzo de su paseo nocturno. Tampoco encontró la manera de recuperar el contacto con la mujer color chocolate, con la que precisamente coincidió por primera vez en esa tienda. No había sido su noche, ni su mejor estancia en el país, ni siquiera la mejor anécdota qué contar. Malamente pudo contener el dolor físico con algunos calmantes que le habían inyectado, mientras, en un pequeño televisor pasaban una vieja película con subtítulos en inglés, que le sirvió de sedante. Estuvo tres días hospitalizado.
Cuando la embajada francesa recibió la visita de aquel ciudadano, tres días más tarde, todo el mundo parecía esperarlo. Y tanto fue así, que pasó de habitación en habitación hasta llegar al embajador, que ya había llegado de su viaje. No tuvo problemas en tramitar la documentación que le habían sustraído; sin embargo, si los tuvo cuando quiso explicar y recibir información y justicia por los hechos desagradables que había vivido. El embajador, como interlocutor e intermediario, siempre citaba la madre patria y un “ya se resolverá… “Las autoridades locales recibirán su merecido”, le dijo. Y todo quedó en un silencio pactado, y en una falsa preocupación que la víctima no descubrió. Es más, saliendo de la embajada se sintió más seguro.
Esa sensación de seguridad la abandonó cuando subió al avión con destino a Francia, un día después de habérselo propuesto el propio embajador. Un viaje rápido, pagado por el propio gobierno, y en asiento preferente, alejaría la posibilidad de que volviera a ser perseguido, le dijeron. Por miedo a cualquier represalia aceptó sin protestar, sin ni siquiera rechistar. El viaje que había planeado tenía previsto una duración de 15 días y sólo disfrutó un tercio; dos días para adaptarse y tres para recuperarse en un hospital. Precisamente su estado, su frágil estado, estaba todavía maltrecho. Y el reflejo de esto lo demostraban sus gafas de sol con la que ocultaba los hematomas de los ojos, mientas varias tiritas sellaban unas heridas que tardarían unas semanas en cicatrizar. Esa fue su compostura en el avión de vuelta a su país de residencia. El periódico lo utilizó como excusa para que el resto de los pasajeros que desfilaban por el avión no se percatasen de su presencia. Y, precisamente, fue en las páginas interiores del diario, donde descubrió la noticia que había tenido en velo a Francia y a Tailanda en los últimos días. Ya la noticia había sido relegada a las páginas centrales, pero para él, la simple lectura de su titular le sobrecogió, de la misma manera que si la hubiese leído en primera página. El titular decía literalmente: “Desmentido, de manera oficial, la detención del narcotraficante francés”. Y debajo del título se decía también: “El individuo detenido parece no corresponder con la identidad del presunto narcotraficante, aunque su parecido llevó a las autoridades a presuponer que habían dado con él después de meses de dura búsqueda.” Segundos tardó en reponerse de los acelerados latidos de su corazón, que se agitaba como en aquella noche fatídica. Y entonces, su mirada y su cuerpo se llenó de nerviosismo, no ya sólo por lo que recordaba sino por lo que (impensablemente) pudiera ocurrirle.
Mientras el avión iniciaba las maniobras de acercamiento a la pista principal, su corazón y su tacto se fundieron en sudor frío, real e inevitable. El avión todavía no había despegado y a cada leve desaceleración que el avión hacía, temía sospechosamente que alguna llamada de última hora fuera a detenerlo nuevamente. Es difícil identificarnos con alguien que está a justo a nuestro lado, compartiendo casi butaca, y pensar que en su fuero interno alberga el desconcierto y la incomprensión, justo cuando nosotros venimos del mismo lugar cargados de recuerdos y de gratas sensaciones. Esa soledad y ese desamparo son duros, máxime cuando no se ha tenido explicaciones lógicas para entender nada.
Tampoco le aclaró ni tranquilizó su ánimo la presencia de la azafata, mostrando su bella sonrisa, mientras comprobaba si los pasajeros llevaban puesto el cinturón de seguridad. Cuando se dirigió a él sus dientes blancos se le pegaron a su cara y los recuerdos aparecieron ya sin posibilidad de intentar reprimirlos durante más tiempo. De todo lo que se le vino encima, lo más que recordó fueron las risotadas incesantes de los tres individuos, aquellos tres individuos que lo torturaron a preguntas incomprensibles y a golpes desconcertantes desde que lo capturaron, aquella infatigable noche; las risas que más le impresionaron no fueron las risas de unos torturadores sabedores de su fuerza y de su consiguiente desigualdad, sino las risas alborotadoras y hasta cómplices cuando decidieron liberarlo de todos sus cargos. Esa especie de “no pasa nada”, “todo ha sido un error”, terminaron por hacerlo casi enloquecer.
Cuando la azafata dejó de sonreír al ver su estado, todo empezó a cambiar. Todo. Como ella enmudeció levemente, comprendió en ese momento que la empatía que conocía, la universal y vieja empatía, seguía siendo vigente, por mucho que se hubiera perdido en los laberintos del dolor. La respuesta que le devolvió a la azafata se tradujo en una leve sonrisa. Con ella, ambas partes dieron por concluida esa leve comunicación. Y mientras ella seguía con su trabajo, él empezó a ver tierra, aún faltando varias horas de vuelo para llegar a su casa.