20/2/15

Una cervecita bien fría para un rostro de hielo



Desde hace un mes visito periódicamente a una terapeuta, una vez a la semana. Estamos en la fase de conocimiento mutuo y todavía no me he atrevido a hablarle claramente sobre lo que me ha traído hasta ahí. Mi terapeuta es una mujer que debe rondar los 50 años y aunque es un poco introvertida está jugando conmigo al ratón y al gato, que es, o una estrategia para que le cuente por qué he ido o puede que sea una proyección mía: tal vez me asusten más las estrategas de lo que pensaba.
También, una vez a la semana visito un dojo de meditación zen. Llevo muy poco tiempo, y si estoy aquí es porque lo necesito. Mis compañeros son fieles y ceremoniosos. Nadie habla personalmente con el otro antes de entrar en la sala de meditación, aunque he detectado a una pareja muy cómplice. Los observo atentamente y el corazón me palpita. Entramos. Al sentarme sobre el cojín de meditación por un periodo prolongado tengo que hacer frente al dolor de las rodillas, la espalda que no consigue quedarse firme y el cuello que gira irremediablemente en distintas direcciones, aunque tenga que estar quieto como una roca. Durante este breve periodo no he conseguido encontrar ninguna respuesta, ni siquiera he podido vislumbrar los problemas que me han traído hasta aquí.  En un solo mes estoy conociendo aspectos de mi ciudad ignorados hasta entonces, una terapeuta juguetona y una mente, la mía, bastante más caótica de lo que pensaba. ¿Podría ser el responsable de los problemas que me pasan? Esto es lo único que he sacado en claro en esta tarde sentado en un zafu. Por eso, una vez terminada la meditación, rehúyo los compromisos con mis compañeros y me voy solo a un bar acompañado de mis contenidos silencios, y dialogo exclusivamente con dos cervezas y algún gin tonic. ¿Para qué volver a casa? ¿Tal vez porque mañana trabaje? Como un estúpido sigo el deber más que lo puramente instintivo, ese siempre fue mi gran obstáculo, primero estaban las relaciones con los clientes antes que las relaciones familiares. Llego a casa, el dormitorio sigue igual, aunque ahora están los cubos de pinturas y la escalera del pintor que está remodelando la casa. Quiero tirar un tabique, cambiar los colores y hacer que los malditos recuerdos de esta puta cama se vayan hacia lo más recóndito de mi memoria desencantada y defraudada. Es lógico que no pueda dormir en esta habitación. Aún así, hago un esfuerzo y abro el armario para sacar la ropa que me voy a poner mañana. Entre mis calzoncillos está un sujetador blanco, del que no consigo desprenderme y esta prenda, esta dolorosa prenda, muy parecida a las mías… Duermo delante del televisor y ni siquiera me animan los apareamientos del National Geographic. Más bien, siento repulsión.
Lo que más me ha consolado en este mes ha sido el trabajo, allí me aíslo. Trabajo cerca de la mesa de Claudia y ella me cuenta como es su vida y me habla de planes con su marido y lo feliz que es. Mientras la escucho, voy respirando, como en el zen y la envidia no hace su aparición. Así es mi insípida, enmudecida, silenciosa, callada y absorta vida desde hace un mes. A mi terapeuta le he dicho una excusa: que me iba de viaje, que tenía asuntos que resolver de trabajo y que ya la llamaría. Prefiero el doloroso ritual del dolor en las rodillas y en la espalda, sentado en un zafu en la sala de meditación y el posterior brindis entre yo mi oculta cara de póker, acompañado por un par de cervecitas. Aunque, he de decir, que para llegar ahí, para poder ver claramente mi cara de póker, tengo que mantenerme en silencio durante una hora, con pensamientos intrusivos que me dificultan acceder a algunas necesarias emociones para que así los gin tonic de más tarde bajen bien. Y tengo que confesar, que cuando consigo difuminar algunos de esos intrusivos y ver claramente algunos recuerdos, no me vienen imágenes, todavía es un poco pronto, solo una pensamiento que se repite en forma de letanía: mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa…