24/8/19

Sushi o Wittgenstein


Somos representación.
Las fotos dicen algo de nosotros,
los likes, los comentarios, nuestros nicks.
El nombre que pusieron sobre nuestros documentos:
el de nuestras casas, el de las tarjetas de crédito,
el teléfono que está cargando sobre la estantería
que fue elegida a nuestro gusto.
La matrícula del coche, el color de la pintura de uñas,
el acabado mate o satinado de las paredes;
¿monte o playa?, ¿japonés o italiano?
¿Fútbol o baloncesto? ¿Cine o teatro?
La biografía que nos define y la que queremos.
Azul, negro, blanco, rojo, rosa.
Sentimientos, razón, intuición o instinto.
De mucha o poca lectura.
De mucho o poco sexo.
De buenas amistades.
De amor.
Noche.
Día.
O el horizonte.
Las intersecciones.
Las fronteras. Los límites.
La duda.
Wittegenstein o un koan.
La abstracción
Lo simple.
El juego eterno de Las Meninas.
Los pasos de cebra.
Un cruce.
Una decisión.
La causa y la causa sin causa.
Una tumba abierta.
Ser todo oídos.
Piedra, papel o tijera.
La mente.
La mente que observa la mente.
Lo que no se puede nombrar.
Lo que es.
La historia de la humanidad.
Ciencia, religión, progreso, tradición.
La eterna lucha:
entre el silencio y la doctrina,
entre el abismo y la seguridad.
Evolución o barbarie.
Hogar.
Familia.
Comuna.
Tribu.
Patria, bandera, nación, ciudad, estado.
Amistad, relación, hetero, LGBTI+
Sonrisa.
Belleza.
Cuadro o foto.
Likes, nuestro nick.
Sushi o Wittgenstein.
La totalidad y el orden implicados.
El yo y el tú de Martin Buber.
El método de Descartes.
El horizonte de sucesos.
Impermanencia.
El miedo a la libertad.
Sonrisas o lágrimas.
Matrix o Titanic.
Blaco o negro. Escala de grises
o toda la paleta de colores.
La mecedora, aquella carta,
la última llamada, ese mensaje.
El jardín. La nostalgia, el futuro,
lo que quedó como recuerdo:
azoteas, plazas, cines, caminos,
parques, bancos, escalones.
Mañana te llamo, recoge tus cosas,
me voy a vivir contigo. Sí, quiero.
El centro o la periferia.
Las galletas de niño y las dietas de adulto.
Y la educación esmerada
o la espontaneidad camuflada.
Elegir de qué bando estar.
Nacer con las cartas dadas.
Vivir a destiempo,
saberse dueño de la propia historia,
elegir nuestros héroes,
señalar nuestros demonios.
Ser conscientes de la palabra representación.
Ser conscientes o no de lo que significa.
Vivir en la representación o sentir la metarreflexión.
Desidentificarse como juego, apegarse como esencia.
Apegarse como remedio, desidentificarse como búsqueda.
Ser todo lo sublime, pero conocer las reglas, las leyes.
Ver la conciencia como un regalo o un drama.

21/8/19

Así, cada día


           María tomaba el café de la mañana, a las 11:00. Puntual. Salía de su oficina cerca de la calle central unos minutos antes y, sin pensar, acudía al bar de siempre. Los camareros la conocían, sabían que trabajaba cerca y que era una buena clienta, no solo por su fidelización sino por la tranquilidad, dulzura y elegancia, que daban al local ese toque señorial que lo hacían referente en toda la calle sin haber invertido ni un céntimo en publicidad. Quizá el secreto estuviera en que los camareros jamás eran invasivos, conocían, saludaban y dejaban espacio para que el cliente se sintiera cómodo. María necesitaba pensar. Llevaba un tiempo meditando cambiar de trabajo y de ciudad, no se lo había dicho a su círculo cercano, a nadie para ser más exactos. Solo al revolver el azúcar del café y darle vueltas con la cuchara tomaba conciencia del remolino de decisiones que tenía que afrontar y, como consecuencia, detener la cucharilla en un lugar concreto. Decisión fue la palabra que le vino a la cabeza a otro cliente que estaba en el otro extremo de la barra y que María ni siquiera observó. Meditó entré pagar con tarjeta o en efectivo y, aunque pareciera un acto trivial, tenía el importe exacto para coger uno de esos taxis que, sin datáfono, le obligaban a llevar la cartera más abultada de lo normal. Marcos, que es su nombre, decidió pagar con tarjeta. Luego se fue apresuradamente. Se giró de perfil para poder salir más rápidamente y el movimiento de su traje, la corbata y el peinado daban una idea resuelta y segura de su personalidad. Tal vez. Tenía prisa, preocupación. El desayuno había sido un remanso, pero tenía que conseguir la firma de un cliente hoy mismo. Si no el contrato de compraventa no se podría realizar en tiempo y forma. Calle abajo se tropezó con la mirada de una chica, se miraron, y cada uno siguió a lo suyo. Llevaba gafas de sol a una hora que todavía no era propicia, puesto que este iba apareciendo por tramos en esa calle, pero no justo por donde avanzaba. Aunque nadie lo supiera, temía que le leyeran la mirada, se sentía vulnerable y tierna. Lucía iba a ser madre en unos meses y andaba con el paso firme y dubitativo, como si fuera una mezcla de leona y gacela de Thomson, sabiendo a quien tendría que proteger y a qué dolores de parto iba a hacerle frente.  Cruzó la mirada con un perro que olfateaba el suelo, que a su vez giró la cabeza para mirar a otro perro mayor de color blanco y cuyo dueño tenía la mirada seria, solo miraba al frente y casi se tropieza con un señor que cruzaba la calle, pero de manera transversal, como si fuera un arfil. ¿Casualidad? Lucas era el párroco de la iglesia que estaba cerca de los bares próximos y hasta ellos fue. Entró en el bar saludando alegremente a los camareros como si fuese un compañero más. A cada uno por su nombre. Pidió un cortado y disminuyó progresivamente su euforia, cosa que agradeció la clienta que terminaba de beberse el vaso de agua con gas, que se llamaba María, que tenía múltiples decisiones que afrontar y un trabajo al que regresar inmediatamente justo después de pagar. Media hora son treinta minutos exactos. El pelo rizado ondeo levemente cuando se giró para darse media vuelta e irse, lo mismo que seguía moviéndose el ir y venir en aquella cafetería céntrica. Don Lucas, que así lo solían llamar, preferían que le quitaran el don y lo despidieran con un ¡hasta luego, Lucas!; era más informal y proponía más ligereza ante tanta pesadumbre. Justo hoy presentaría, en el banco que estaba más abajo, un proyecto de viabilidad para la reforma de la fachada de la iglesia, que ya había sido aprobado verbalmente por su diócesis. Tenía la cita con una tal María Zúñiga, en la mesa 8 de uno de los bancos que estaban arremolinados en torno a una zona concreta de la calle. Abrió la puerta, cogió número y esperó cerca de un hombre con traje y corbata y una chica que jugueteaba con unas gafas de sol, como si quisiese ponérselas. Cuando le tocó el turno, Lucas se dirigió a la mesa para ser atendido. María lo vio acercarse y lo miró con una sonrisa profesional, elegante, seria y discreta, luego se pusieron a hablar de negocios largamente. Hacia la puerta de salida se dirigió Marcos con una sonrisa entrecortada en dirección al bar más cercano. No había necesitado coger el taxi, el cliente había decidido acercarse él mismo hasta el banco y sellar el acto de compraventa. Y Lucía, unas mesas más allá, dejaba entrever una carcajada y un par de lágrimas, cuando le dieron la noticia de que su préstamo personal le había sido concedido.
Así, cada día. Ese trajín de movimientos, de miradas, de dudas, de alegrías, ruidos, rabia contenida, dolor y esperanzas, todo un concierto multitudinario, en cualquier espacio público, en el que forzadamente tengamos que cruzar nuestras miradas y pasos, crea una real y paradójica leve sensación de conexión y pertenencia. Y solo somos testigos del murmullo de la vida, que es infinitamente inferior, de manera inversa, a cómo es la vida verdaderamente.