28/3/20

A TOCATEJA


Llega la mañana, no doy crédito, las sábanas se pegan, más bien parece que tienen vida propia, que reconocen el momento y me acarician, me envuelven y no me dejan madrugar. Abrigos que escuchan doblemente, la soledad, cuidándome del frío y del olvido; recordando que, a veces, las sinestesias son más reales que la propia verdad diaria: esa de “al pan pan, y al vino vino”. Porque la realidad se ha esfumado, se ha hecho añicos como un jarrón chino (ahora todas las metáforas valen, llegados a este punto). Me levanto de la cama, mis pies huelen el suelo, precipitados, serenos, y miran la distancia con la sonrisa de aquellos que saben que lo minúsculo es a veces lo máximo: la cocina es la meta, una distancia concreta, práctica y necesaria. Allá, en la calle, los pasos gritarían, ya allí la realidad no se mide por metros ni por kilómetros; una nueva unidad métrica, en estos tiempos distópicos, marcan las avenidas: el miedo, por el metro; la incertidumbre por el hectómetro; reprender y castigar, presente y futuro, los kilómetros y aún las distancias más largas (ahora impensables).
Desayuno, sin acortar su tiempo asignado, y mis labios miran, asombrados, a una mosca que es verdaderamente libre. En un universo que se expande, estarse quieto va “contra natura” y mi diminuto entrenador personal me recuerda que los cuásares y los agujeros negros están haciendo su agosto, aún en primavera, acariciando su misterio en el aleteo de lo que realmente emite movimiento libre, tanto de luz como de oscuridad: expansión y contracción; y se empequeñece el pensamiento en esta mañana de eterno lunes reflexionando sobre la nada, qué menos: ¿para qué pensar en agujeros de gusano para salir de esta pesadilla?
Me ducho. El agua me susurra una increíble idea cuando el gel iba a ampliar la cantidad y el límite aconsejados. Me detengo. Observo el silencio, palpo la intuición, oigo al tiempo que despierta y me asomo por la ventana del rumor que me cede la toalla, y tomo nota. Me detengo aún más, sin ningún tipo de travesura lingüística en mente, al menos, de momento.
Pienso en un mundo de posibilidades, esos multiversos de los sentimientos, estas realidades paralelas, más allá de la entrada de la puerta de mi casa, ahora que, lo imposible se hace real. Recuerdo aquella vez, cuando el mar se hizo eterno por unos segundos, al atardecer, y formé parte de ese sol que decaía hasta que egoístamente supe que estaba ahí, y me dio frío posteriormente. También recuerdo una colectiva fiesta en mi pueblo; todos los que habíamos nacido en él, más todos los que nos visitaban en verano, brindábamos con una alegría que duró casi hasta el amanecer. Todos, absolutamente todos, nos mirábamos y sabíamos que estábamos en una fiesta histórica y la luna sonreía con nosotros. Siempre recordaré nuestras caras, entrando y saliendo de la discoteca, subiendo y bajando las escaleras, en la pista de baile y en el muro del paseo. Nos mirábamos como si todos hubiéramos visto algo; algo así como: ¿lo viste?, ¿te estás dando cuenta? Aunque nadie dijo una sola palabra sobre eso, sé que todos los que estuvieron ahí recuerdan el momento. Quizás estábamos respirando la felicidad y no éramos conscientes. Solo vivíamos, de ahí la magia, el impacto. Recuerdo, también, cuando ella nació, cuando lo sagrado se hizo real, cuando las palabras se detuvieron y el corazón latía con fuerza y no paraba de mirar y pensar: ¿cómo es posible tal milagro?
Ahora, recién levantado, desayunado y aseado, tengo menos miedo. No solamente “Soy leyenda”, sino también memoria e historia y registro de los pasos que me han llevado de un lugar a otro, como del dormitorio a la cocina y al baño. Y sé, que no puedo seguir dando crédito a la imaginación ni a la fantasía de lo que sucederá. Solo me agarro a situaciones como las que viví y que me han traído hasta este domicilio. Momentos vividos a tocateja, in situ, no proyecciones a largo plazo con un largo interés y sin límite de tiempo para ser vividas. Por eso, me acercó al salón, miro por la ventana y sonrío. Giro mis pasos y pongo canciones de Pedro Guerra y Joaquín Sabina. Dejo Para el final “Y no amanece” de Los Secretos y le guiño un ojo a parte de su letra: "el sol de medianoche entró por la ventana, y con la luz de un coche, se iluminó tu cara". El verdadero rostro del tiempo se mide en momentos, situaciones y personas. El motor de esa compleja maquinaria quizá esté en los pies y no tanto en la cabeza. Por eso, cada paso que doy, ahora, me devuelve la hora verdadera de mi vida. Aunque hoy haya un cambio de hora y las playas estén desiertas.

25/3/20

Decisiones


Exigir que, a una generación que está empezando a caminar, se reponga de dos crisis económicas es un atentado. Se les enseña que la vida y el tiempo es un campo minado, un territorio sobre el que no vale detenerse mucho, sino huir, en redes sociales, aislados con múltiples aplicaciones, con sus códigos, sus formas y conductas, ante el mundo de los adultos que le ha dado la espalda y que, literalmente, les ha robado la ilusiones y la inocencia. Los ha sacado de la zona de confort muy pronto y, como una ducha de agua fría, les ha negado el calor y ciertas comodidades básicas: el sosiego, la calma, los cuidados, la paciencia. Ver a tu propia familia en paro, luchar por la supervivencia, ir cada día al instituto o al colegio, con la presión de tener que hacerlo bien, por tu propio bien, te resta capacidad de respuesta, te hace estar más alerta y en guardia, como si hubiera un meta a la que ir, como si la meta no fuera estar en pie, estudiando, formado, aprendiendo. Aprendiendo, de todo esto. Los que vienen atrás están tomando nota, cogiendo apuntes. Y, desde luego, no se les puede pedir, que sea la generación del futuro. Aparte de cínico, es desleal amoral e injusto. Veremos qué sociedad tenemos dentro de 20 o 30 años. Tengamos un poco de comprensión y no les apretemos demasiado las clavijas, más de los que ya las tienen: ¡no hay mayor tirano que un esclavo con el látigo en la mano!
Para la generación mejor formada de la democracia, para los que vivieron la Transición o los que vivieron los oscuros años de la Dictadura, la Posguerra, los que quedan de la Guerra Civil, las Guerras Mundiales e incluso, los que todavía tiene mayor memoria, pretender que, aprendamos algo de todo esto, es maquillar un poco el sufrimiento. Intentar ver lo positivo sin haber sentido el sufrimiento ajeno, es simplemente una buena táctica de avestruz, para no reconocer, en el otro, la agonía, la desesperanza y las ganas, que más de uno tiene, de gritarle ciertas verdades en unos cuantos y a unas cuantas. ¿Cómo no reconocer el hastío? ¿Cómo no reconocer la zozobra? ¿Cómo no reconocer el hundimiento? ¿Me quedo corto expresándolo? ¿Qué caso cojo? ¿Cuál quieres que te cuente que supere lo que no sepas o te hayan contado? ¿Crees que puedo describir tu dolor? ¿Crees que puedo pintarlo al óleo y colgarlo en una pared? ¿Te hablo de la familia que cumple y solo recibe estocadas? ¿De aquellos que empiezan y ya han terminado? Proyectos dinamitados, ilusiones que saltan a la cara como un paquete bomba, derramando la imposibilidad de su cumplimiento: insípidas, huecas, pero ruidosas, que martillan las esperanzas. Ilusiones fantasmales que te persiguen, sin saber si algún día verán la luz, o si se harán firmes y pasarán a ser verídicas, tangibles, reales y dejarán de ser vampiros que tragan tiempo, alegrías y esperanzas. Es mentira que el ser humano se acostumbra a todo. El ser humano no nació para estar en una jaula. Es mentira que el sufrimiento es la mejor manera de acercarnos a la verdad, pues es la verdad la que nos aleja del sufrimiento. Siempre, el conocimiento nos hace libres. Y la vida no se hizo para salir del trabajo y visitar los centros comerciales, y de regreso a casa para poner la lavadora en el periodo contratado en el que menos se gasta, y después ver una película, consolado porque siempre quedará Netflix, HBO o Movistar y a dormir, para volver una y otra vez a la jaula, a dar la vuelta alrededor de la cinta corredora del miedo, y con suerte nos dirán: ¡tú tienes trabajo! Y te señalarán como si hubieras cometido un delito: ¡trabajas!, ¡privilegiado, opresor, señorito! Corto se quedarán los calificativos. Y yo me pregunto: ¿privilegiado por trabajar? ¿No será privilegiado por no trabajar? ¿No habría que girar la vista hacia un sistema (me da igual quiénes se salieron con la suya, ¡allá ellos y ellas!) que prolonga y mantiene en vilo la propia vida, sin saber si son firmes los pasos que das, aunque los des dentro de tu propia casa? ¿Cómo se puede vivir así? Mirando alrededor, delatándonos: ¡tú puedes ser el enemigo!, ¡el que contagia, el vector, el que me dé el tiro de gracia! Buscando la propia supervivencia, ¡estado del bienestar con anestesia lo llaman!; para que después nos consolemos, absolutamente todos, diciéndonos cada día, que vamos a salir reforzados. ¿Reforzados? A base de ansiolíticos, antidepresivos, somníferos y todo tipo de drogas para mantenernos firmes. ¡Qué consuelo!
¡Propongo decisiones ya! Duras y sin paliativos. Que proteja, de una vez, la propia Vida de la que ahora se presume: ¡me he dado cuenta de que la vida no era esto que estábamos viviendo!, ¡esto va a cambiar nuestra forma de relacionarnos!, ¡ahora se ve lo importante y no lo superfluo! ¡Pues venga, manos a la obra! ¡Pero decisiones! Y no palabras bonitas, para que nos demos cuenta, de una vez, del tiempo que no estamos disfrutando, de verdad, y que ya en el pasado desgraciadamente hemos perdido. Del presente hacia adelante. Dure lo que dure la recuperación. Y, ahora que tenemos tiempo, también podríamos mirar atrás y ajustar las cuentas con aquellos y aquellas que nos han traído hasta aquí. Y sí, firmemente, espero llegar a ver el tiempo recobrado; porque ahora sí que vamos a estar pegados a las pantallas: la famosa Era Tecnológica, que hace batas de hospital con bolsas de basura. Porque ahora sí, ¡vamos a estar todo el mundo viendo lo que decís! Porque ahora, todos y todas, tenemos todo el tiempo del mundo.

21/3/20

Asunción


Sus ojos eran oscuros, tiernos, suaves, redondos y brillantes; hablaban, y revelaban un secreto escondido, misteriosa y paradójicamente. En el puesto de caja del supermercado, el tiempo corría deprisa y, ella, aguardaba con paciencia, recogiendo la compra. Mientras, su marido, al lado, iba preparando la tarjeta de crédito, asustado también, quizá, aunque no mostraba, tan claramente, como corría el tiempo: la vida. Era anciana, el decreto de alarma se podía activar en cualquier momento y la cuenta atrás empezaba, en dos horas o en cinco y tendría una duración de 15 días o menos. Significativamente menos. ¡Cuántos años de supervivencia para acabar así! Décadas de escasez, años de calma, momentos de tranquilidad, meses de esfuerzo. Así ha transcurrido la vida para generaciones, para absolutamente toda una generación de corderos, que nunca llegaron a ser pastores, solo perros de guardianes de su propio rebaño, o quizás, de su propia fragilidad e inocencia. Víctimas de ideologías y de discursos que han ido cambiando, aunque su obediencia haya sido la más fiel de las proclamas. Tercos, duros, consistentes, compasivos y corrosivamente insobornables al servicio de la lealtad, la disciplina y el bien común. Cuando se tiene en cuenta que existe el otro, se sabe definitivamente lo que está bien o mal. Eran vecinos, pueblo, ciudad, formaban parte, la habitaban. Eran conjuntamente continente y contenido. Nada sabían de ciudad dormitorio o de pueblo fantasma. Había alma en lo que ponían, aunque era una voz contenida, serena, triste en ocasiones. Como si supieran que todo pudiera terminarse de una maldita vez y por eso celebraban las festividades, aunque el lunes era lunes; el miércoles: miércoles; y el domingo: domingo. Así de simple. La escasez de libertad externa abrió los muros para un campo no menos transitado: la paciencia, la humildad, la sencillez. Tener calma para hacerse pequeña, te abre los ojos con menos pulsaciones para poder contemplar lo grande: una tarde o una mañana de lluvia y la comida caliente mientras se oyen las gotas caer siguiendo una partitura olvidada, el código vital, la mano tendida y generosa; agradecidos ante el atardecer, preparados para la llegada de la noche y serenos y observadores del alba: ventanas, puertas, patios, terrazas, azotes: “¡por allí viene viento!”, “¡va a ser un buen día!” Y, en más de una ocasión: “tenemos que quedarnos en casa”.
Todavía no había llegado la hora del almuerzo y aún seguía en la caja, recogiendo la compra, observando lo que tocaba hoy, agradeciendo estar viva para poder contarlo, comprando provisiones hasta más ver, pensando en los familiares y vecinos, preocupada, pero con aquella cara tan feliz, tan serena, tan obedientemente fiel, verdaderamente resignada, consciente de que somos transitorios y no somos tan inmensos. La gran lección: un ser anónimo reclamando su derecho a estar viva, pero sabedora que de que, como en décadas atrás, un mero temporal podía acabar con los esfuerzos de una familia, pero no con la esperanza. Doblegaría los miedos de toda la sociedad, pero jamás detendría los barruntos y las decisiones que se tomaban, por prudencia y que, casi siempre, daban buen resultado. Después de los relámpagos y los truenos siempre llegaba el arcoíris, después el olor a tierra mojada y, más tarde, todo se teñía de verde.
Se marchaban. Estaba preparada ya para recoger las bolsas e irse, junto con su marido. Ya había cumplido con el acopio, obedientemente tarde, sin proclamas ni soflamas. Ir de casa a la tienda y volver para estar informados. Eso era lo que tocaba. Esa mirada que registraba una vez más una parte de la historia de sus héroes: supervivientes que asumieron lo que tocaba.
Alrededor del hueco que dejó, había 6 líneas de caja con un incontable número de personas, que aguardaban turno en cada una con los carros llenos: jóvenes, madres y padres, estudiantes, despistados y críticos; había mucho ruido y estruendo. Nadie vaticinaría el silencio posterior. Dejé de escucharlos y verlos. Solo me había centrado, unos carros más atrás, en la mirada de una anciana de ojos dulces y valientes, aferrada a la vida junto a su marido. Y todo, hasta la sobreinformación despareció. Fueron el verdadero foco.