5/3/15

Con el permiso del maestro...



Macondo no es para ti

Cuando García Márquez se encontraba en su febril composición de “Cien años de soledad”, prácticamente no dormía. Al regresar de madrugada a su cama, su mujer Mercedes le decía cada noche: ¿cómo va la novela? Y él, sabedor de su dolorosísima empresa, le decía: No va mal, solo que tengo atravesado a un personaje. Se llamaba Cristóbal Dorta, y en los borradores de la novela, lo había descrito con el pelo corto, lo había hecho amigo de un estrafalario maestro zen que había llegado al pueblo con el gitano Melquíades, ofreciendo una bebida que, bendecida con una ramita y probada durante dos semanas, curaba del susto, las diarreas y la tristeza; mientras, su  madre y su padre verdaderos habían sido dos jaguares que lo habían alimentado más allá de Macondo, cruzando el río, en la misteriosa e impenetrable selva infinita, y él, Cristobalito solía guardar un cariño especial por Úrsula Iguarán, la generosa matriarca de la familia, que lo encontró riendo a carcajadas, desnudo y solo, muy solo, en un platanal salvaje. Cuando Gabo le contaba como lo estaba perfilando, Mercedes le decía: Está muy plano todavía. Al día  siguiente, se sentaba en el escritorio y no comía: le dejó el pelo largo con tirabuzones, lo hizo vestir siempre con pañuelos al cuello, le perfiló unos ojillos de ratoncito, lo hizo crecer y retozar bajo la mano de Jose Arcadio Buendía, que le enseñaba los secretos de la alquimia y la agricultura, mucho antes de que nacieron Aureliano y Jose Arcadio, y hasta probó a hacer una versión de la novela en la que la historia se bifurcaba, Macondo por un lado y Cristóbal Dorta, enrolándose y viajando con los gitanos, comprando por tres monedas un tomavistas cuadrado que revelaba los secretos de las personas y hasta el alma. Mercedes, por segunda vez lo escuchó y se enfadó con motivos: ¡Dijiste que ibas a empezar la novela con el descubrimiento del hielo, estabas entusiasmado, mírate ahora! Y entonces, un Gabo compungido y fatigado, le dio la primera bofetada a Cristóbal Dorta, rompió el manuscrito y lo tiró a la papelera. “No te mereces menos, solo me has traído fatigas”. Y fue entonces cuando se le encendió la luz creativa y enseguida apuntó en su cuaderno de notas: posible novela sobre un personaje que sufre por amor no correspondido hasta que se hace viejo; y añadió en el fervor: otra posible novela sobre un náufrago rescatado a sí mismo que nunca llega a readaptarse muy bien. Y desde la papelera, un Cristóbal sin miembros, convertido en celulosa, entre cuartillas y viejas cartas escuchaba sonriendo y abriendo los ojos pero ya enmudecido, como si quisiera decir: sí, sí, esas dos son mis historias.

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