Macondo no es para
ti
Cuando García Márquez se encontraba en su
febril composición de “Cien años de soledad”, prácticamente no dormía. Al
regresar de madrugada a su cama, su mujer Mercedes le decía cada noche: ¿cómo
va la novela? Y él, sabedor de su dolorosísima empresa, le decía: No va mal,
solo que tengo atravesado a un personaje. Se llamaba Cristóbal Dorta, y en los
borradores de la novela, lo había descrito con el pelo corto, lo había hecho
amigo de un estrafalario maestro zen que había llegado al pueblo con el gitano
Melquíades, ofreciendo una bebida que, bendecida con una ramita y probada
durante dos semanas, curaba del susto, las diarreas y la tristeza; mientras, su
madre y su padre verdaderos habían sido
dos jaguares que lo habían alimentado más allá de Macondo, cruzando el río, en
la misteriosa e impenetrable selva infinita, y él, Cristobalito solía guardar
un cariño especial por Úrsula Iguarán, la generosa matriarca de la familia, que
lo encontró riendo a carcajadas, desnudo y solo, muy solo, en un platanal
salvaje. Cuando Gabo le contaba como lo estaba perfilando, Mercedes le decía:
Está muy plano todavía. Al día
siguiente, se sentaba en el escritorio y no comía: le dejó el pelo largo
con tirabuzones, lo hizo vestir siempre con pañuelos al cuello, le perfiló unos
ojillos de ratoncito, lo hizo crecer y retozar bajo la mano de Jose Arcadio
Buendía, que le enseñaba los secretos de la alquimia y la agricultura, mucho
antes de que nacieron Aureliano y Jose Arcadio, y hasta probó a hacer una
versión de la novela en la que la historia se bifurcaba, Macondo por un lado y
Cristóbal Dorta, enrolándose y viajando con los gitanos, comprando por tres
monedas un tomavistas cuadrado que revelaba los secretos de las personas y
hasta el alma. Mercedes, por segunda vez lo escuchó y se enfadó con motivos:
¡Dijiste que ibas a empezar la novela con el descubrimiento del hielo, estabas
entusiasmado, mírate ahora! Y entonces, un Gabo compungido y fatigado, le dio
la primera bofetada a Cristóbal Dorta, rompió el manuscrito y lo tiró a la
papelera. “No te mereces menos, solo me has traído fatigas”. Y fue entonces
cuando se le encendió la luz creativa y enseguida apuntó en su cuaderno de
notas: posible novela sobre un personaje que sufre por amor no correspondido
hasta que se hace viejo; y añadió en el fervor: otra posible novela sobre un
náufrago rescatado a sí mismo que nunca llega a readaptarse muy bien. Y desde
la papelera, un Cristóbal sin miembros, convertido en celulosa, entre
cuartillas y viejas cartas escuchaba sonriendo y abriendo los ojos pero ya
enmudecido, como si quisiera decir: sí, sí, esas dos son mis historias.
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