María
tomaba el café de la mañana, a las 11:00. Puntual. Salía de su oficina
cerca de la calle central unos minutos antes y, sin pensar, acudía al bar de
siempre. Los camareros la conocían, sabían que trabajaba cerca y que era una
buena clienta, no solo por su fidelización sino por la tranquilidad, dulzura y
elegancia, que daban al local ese toque señorial que lo hacían referente en
toda la calle sin haber invertido ni un céntimo en publicidad. Quizá el secreto
estuviera en que los camareros jamás eran invasivos, conocían, saludaban y
dejaban espacio para que el cliente se sintiera cómodo. María necesitaba
pensar. Llevaba un tiempo meditando cambiar de trabajo y de ciudad, no se lo
había dicho a su círculo cercano, a nadie para ser más exactos. Solo al
revolver el azúcar del café y darle vueltas con la cuchara tomaba conciencia
del remolino de decisiones que tenía que afrontar y, como consecuencia, detener
la cucharilla en un lugar concreto. Decisión fue la palabra que le vino a la
cabeza a otro cliente que estaba en el otro extremo de la barra y que María ni
siquiera observó. Meditó entré pagar con tarjeta o en efectivo y, aunque
pareciera un acto trivial, tenía el importe exacto para coger uno de esos taxis
que, sin datáfono, le obligaban a llevar la cartera más abultada de lo normal.
Marcos, que es su nombre, decidió pagar con tarjeta. Luego se fue
apresuradamente. Se giró de perfil para poder salir más rápidamente y el
movimiento de su traje, la corbata y el peinado daban una idea resuelta y
segura de su personalidad. Tal vez. Tenía prisa, preocupación. El desayuno
había sido un remanso, pero tenía que conseguir la firma de un cliente hoy
mismo. Si no el contrato de compraventa no se podría realizar en tiempo y
forma. Calle abajo se tropezó con la mirada de una chica, se miraron, y cada
uno siguió a lo suyo. Llevaba gafas de sol a una hora que todavía no era
propicia, puesto que este iba apareciendo por tramos en esa calle, pero no
justo por donde avanzaba. Aunque nadie lo supiera, temía que le leyeran la
mirada, se sentía vulnerable y tierna. Lucía iba a ser madre en unos meses y
andaba con el paso firme y dubitativo, como si fuera una mezcla de leona y gacela
de Thomson, sabiendo a quien tendría que proteger y a qué dolores de parto iba
a hacerle frente. Cruzó la mirada con un
perro que olfateaba el suelo, que a su vez giró la cabeza para mirar a otro
perro mayor de color blanco y cuyo dueño tenía la mirada seria, solo miraba al
frente y casi se tropieza con un señor que cruzaba la calle, pero de manera
transversal, como si fuera un arfil. ¿Casualidad? Lucas era el párroco de la
iglesia que estaba cerca de los bares próximos y hasta ellos fue. Entró en el
bar saludando alegremente a los camareros como si fuese un compañero más. A
cada uno por su nombre. Pidió un cortado y disminuyó progresivamente su
euforia, cosa que agradeció la clienta que terminaba de beberse el vaso de agua
con gas, que se llamaba María, que tenía múltiples decisiones que afrontar y un
trabajo al que regresar inmediatamente justo después de pagar. Media hora son
treinta minutos exactos. El pelo rizado ondeo levemente cuando se giró para
darse media vuelta e irse, lo mismo que seguía moviéndose el ir y venir en
aquella cafetería céntrica. Don Lucas, que así lo solían llamar, preferían que
le quitaran el don y lo despidieran con un ¡hasta luego, Lucas!; era más
informal y proponía más ligereza ante tanta pesadumbre. Justo hoy presentaría,
en el banco que estaba más abajo, un proyecto de viabilidad para la reforma de
la fachada de la iglesia, que ya había sido aprobado verbalmente por su
diócesis. Tenía la cita con una tal María Zúñiga, en la mesa 8 de uno de los
bancos que estaban arremolinados en torno a una zona concreta de la calle.
Abrió la puerta, cogió número y esperó cerca de un hombre con traje y corbata y
una chica que jugueteaba con unas gafas de sol, como si quisiese ponérselas.
Cuando le tocó el turno, Lucas se dirigió a la mesa para ser atendido. María lo
vio acercarse y lo miró con una sonrisa profesional, elegante, seria y
discreta, luego se pusieron a hablar de negocios largamente. Hacia la puerta de
salida se dirigió Marcos con una sonrisa entrecortada en dirección al bar más
cercano. No había necesitado coger el taxi, el cliente había decidido acercarse
él mismo hasta el banco y sellar el acto de compraventa. Y Lucía, unas mesas
más allá, dejaba entrever una carcajada y un par de lágrimas, cuando le dieron
la noticia de que su préstamo personal le había sido concedido.
Así, cada día. Ese trajín de
movimientos, de miradas, de dudas, de alegrías, ruidos, rabia contenida, dolor
y esperanzas, todo un concierto multitudinario, en cualquier espacio público,
en el que forzadamente tengamos que cruzar nuestras miradas y pasos, crea una real
y paradójica leve sensación de conexión y pertenencia. Y solo somos testigos del
murmullo de la vida, que es infinitamente inferior, de manera inversa, a cómo
es la vida verdaderamente.
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