Sus ojos eran oscuros, tiernos,
suaves, redondos y brillantes; hablaban, y revelaban un secreto escondido,
misteriosa y paradójicamente. En el puesto de caja del supermercado, el tiempo
corría deprisa y, ella, aguardaba con paciencia, recogiendo la compra. Mientras,
su marido, al lado, iba preparando la tarjeta de crédito, asustado también, quizá,
aunque no mostraba, tan claramente, como corría el tiempo: la vida. Era
anciana, el decreto de alarma se podía activar en cualquier momento y la cuenta
atrás empezaba, en dos horas o en cinco y tendría una duración de 15 días o
menos. Significativamente menos. ¡Cuántos años de supervivencia para acabar
así! Décadas de escasez, años de calma, momentos de tranquilidad, meses de
esfuerzo. Así ha transcurrido la vida para generaciones, para absolutamente toda
una generación de corderos, que nunca llegaron a ser pastores, solo perros de
guardianes de su propio rebaño, o quizás, de su propia fragilidad e inocencia.
Víctimas de ideologías y de discursos que han ido cambiando, aunque su
obediencia haya sido la más fiel de las proclamas. Tercos, duros, consistentes,
compasivos y corrosivamente insobornables al servicio de la lealtad, la disciplina
y el bien común. Cuando se tiene en cuenta que existe el otro, se sabe
definitivamente lo que está bien o mal. Eran vecinos, pueblo, ciudad, formaban
parte, la habitaban. Eran conjuntamente continente y contenido. Nada sabían de
ciudad dormitorio o de pueblo fantasma. Había alma en lo que ponían, aunque era
una voz contenida, serena, triste en ocasiones. Como si supieran que todo
pudiera terminarse de una maldita vez y por eso celebraban las festividades,
aunque el lunes era lunes; el miércoles: miércoles; y el domingo: domingo. Así
de simple. La escasez de libertad externa abrió los muros para un campo no menos
transitado: la paciencia, la humildad, la sencillez. Tener calma para hacerse pequeña,
te abre los ojos con menos pulsaciones para poder contemplar lo grande: una
tarde o una mañana de lluvia y la comida caliente mientras se oyen las gotas
caer siguiendo una partitura olvidada, el código vital, la mano tendida y
generosa; agradecidos ante el atardecer, preparados para la llegada de la noche
y serenos y observadores del alba: ventanas, puertas, patios, terrazas, azotes:
“¡por allí viene viento!”, “¡va a ser un buen día!” Y, en más de una ocasión: “tenemos
que quedarnos en casa”.
Todavía no había llegado la hora
del almuerzo y aún seguía en la caja, recogiendo la compra, observando lo que
tocaba hoy, agradeciendo estar viva para poder contarlo, comprando provisiones
hasta más ver, pensando en los familiares y vecinos, preocupada, pero con
aquella cara tan feliz, tan serena, tan obedientemente fiel, verdaderamente
resignada, consciente de que somos transitorios y no somos tan inmensos. La
gran lección: un ser anónimo reclamando su derecho a estar viva, pero sabedora
que de que, como en décadas atrás, un mero temporal podía acabar con los
esfuerzos de una familia, pero no con la esperanza. Doblegaría los miedos de
toda la sociedad, pero jamás detendría los barruntos y las decisiones que se
tomaban, por prudencia y que, casi siempre, daban buen resultado. Después de
los relámpagos y los truenos siempre llegaba el arcoíris, después el olor a
tierra mojada y, más tarde, todo se teñía de verde.
Se marchaban. Estaba preparada ya
para recoger las bolsas e irse, junto con su marido. Ya había cumplido con el acopio,
obedientemente tarde, sin proclamas ni soflamas. Ir de casa a la tienda y
volver para estar informados. Eso era lo que tocaba. Esa mirada que registraba
una vez más una parte de la historia de sus héroes: supervivientes que asumieron
lo que tocaba.
Alrededor del hueco que dejó, había
6 líneas de caja con un incontable número de personas, que aguardaban turno en
cada una con los carros llenos: jóvenes, madres y padres, estudiantes,
despistados y críticos; había mucho ruido y estruendo. Nadie vaticinaría el
silencio posterior. Dejé de escucharlos y verlos. Solo me había centrado, unos
carros más atrás, en la mirada de una anciana de ojos dulces y valientes,
aferrada a la vida junto a su marido. Y todo, hasta la sobreinformación
despareció. Fueron el verdadero foco.
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