21/3/20

Asunción


Sus ojos eran oscuros, tiernos, suaves, redondos y brillantes; hablaban, y revelaban un secreto escondido, misteriosa y paradójicamente. En el puesto de caja del supermercado, el tiempo corría deprisa y, ella, aguardaba con paciencia, recogiendo la compra. Mientras, su marido, al lado, iba preparando la tarjeta de crédito, asustado también, quizá, aunque no mostraba, tan claramente, como corría el tiempo: la vida. Era anciana, el decreto de alarma se podía activar en cualquier momento y la cuenta atrás empezaba, en dos horas o en cinco y tendría una duración de 15 días o menos. Significativamente menos. ¡Cuántos años de supervivencia para acabar así! Décadas de escasez, años de calma, momentos de tranquilidad, meses de esfuerzo. Así ha transcurrido la vida para generaciones, para absolutamente toda una generación de corderos, que nunca llegaron a ser pastores, solo perros de guardianes de su propio rebaño, o quizás, de su propia fragilidad e inocencia. Víctimas de ideologías y de discursos que han ido cambiando, aunque su obediencia haya sido la más fiel de las proclamas. Tercos, duros, consistentes, compasivos y corrosivamente insobornables al servicio de la lealtad, la disciplina y el bien común. Cuando se tiene en cuenta que existe el otro, se sabe definitivamente lo que está bien o mal. Eran vecinos, pueblo, ciudad, formaban parte, la habitaban. Eran conjuntamente continente y contenido. Nada sabían de ciudad dormitorio o de pueblo fantasma. Había alma en lo que ponían, aunque era una voz contenida, serena, triste en ocasiones. Como si supieran que todo pudiera terminarse de una maldita vez y por eso celebraban las festividades, aunque el lunes era lunes; el miércoles: miércoles; y el domingo: domingo. Así de simple. La escasez de libertad externa abrió los muros para un campo no menos transitado: la paciencia, la humildad, la sencillez. Tener calma para hacerse pequeña, te abre los ojos con menos pulsaciones para poder contemplar lo grande: una tarde o una mañana de lluvia y la comida caliente mientras se oyen las gotas caer siguiendo una partitura olvidada, el código vital, la mano tendida y generosa; agradecidos ante el atardecer, preparados para la llegada de la noche y serenos y observadores del alba: ventanas, puertas, patios, terrazas, azotes: “¡por allí viene viento!”, “¡va a ser un buen día!” Y, en más de una ocasión: “tenemos que quedarnos en casa”.
Todavía no había llegado la hora del almuerzo y aún seguía en la caja, recogiendo la compra, observando lo que tocaba hoy, agradeciendo estar viva para poder contarlo, comprando provisiones hasta más ver, pensando en los familiares y vecinos, preocupada, pero con aquella cara tan feliz, tan serena, tan obedientemente fiel, verdaderamente resignada, consciente de que somos transitorios y no somos tan inmensos. La gran lección: un ser anónimo reclamando su derecho a estar viva, pero sabedora que de que, como en décadas atrás, un mero temporal podía acabar con los esfuerzos de una familia, pero no con la esperanza. Doblegaría los miedos de toda la sociedad, pero jamás detendría los barruntos y las decisiones que se tomaban, por prudencia y que, casi siempre, daban buen resultado. Después de los relámpagos y los truenos siempre llegaba el arcoíris, después el olor a tierra mojada y, más tarde, todo se teñía de verde.
Se marchaban. Estaba preparada ya para recoger las bolsas e irse, junto con su marido. Ya había cumplido con el acopio, obedientemente tarde, sin proclamas ni soflamas. Ir de casa a la tienda y volver para estar informados. Eso era lo que tocaba. Esa mirada que registraba una vez más una parte de la historia de sus héroes: supervivientes que asumieron lo que tocaba.
Alrededor del hueco que dejó, había 6 líneas de caja con un incontable número de personas, que aguardaban turno en cada una con los carros llenos: jóvenes, madres y padres, estudiantes, despistados y críticos; había mucho ruido y estruendo. Nadie vaticinaría el silencio posterior. Dejé de escucharlos y verlos. Solo me había centrado, unos carros más atrás, en la mirada de una anciana de ojos dulces y valientes, aferrada a la vida junto a su marido. Y todo, hasta la sobreinformación despareció. Fueron el verdadero foco.

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