7/6/11

De invierno

Como cualquier golosina que recociera, sabía muy bien encontrar los pequeños placeres que habitaban su mundo, desde los más pequeños hasta los más sugerentes. Cada mañana se acercaba a la pastelería de su barrio y se detenía ante el cristal del mostrador para elegir su postre mañanero. Aunque siempre hiciera el mismo ritual, sabía que los pequeños pastelitos recién horneados eran más apetecibles que cualquier otro tipo de decisión. Lo tomaba con ceremonia, con mimo, y mientras, un café humeante se deslizaba entre sus dedos y su garganta. Era temprano, las nubes presagiaban recogimiento pero daban la suficiente luz para otear, desde la mesa y a través de los escaparates, las prisas, las caras y el atuendo de todos los que se dirigían a una nueva jornada. Ella no tenía que trabajar, era mayor y había cambiado su rutina por el merecido descanso que propone la jubilación y la entrada en el final de de su vida. Lo que jamás se imaginó en aquella mañana fue que aquel día iba a ser el último. El último día de su vida.
Sonrientemente inocente salió con más ligereza y valor para recorrer las calles como hacía cada mañana. Las paseaba sin un orden establecido. Deambulaba. Se detuvo en los escaparates, tranquila y admirada del valor real de las cosas, la manufactura, el diseño, los colores. Las tiendas no habían abierto, aunque la farmacia sí. Entró. Sonaba una música de John Coltrane. Le apasionaba el jazz, y fue pura casualidad que le dieran sus medicamentos acompañada de uno de sus ídolos reales. Sonaba el disco “Espiritual”. Metió la bolsa de medicamentos en su bolso y prosiguió su partida. Al salir, un barrendero la saludó sonriente, un perro se cruzó con ella con los ojos bien abiertos y ella lo acarició. El dueño venía detrás, jadeante, casi al trote, pero feliz de que se hubiera detenido.
La pausa la llevó a girar sobre sus pasos y regresar en dirección hacia su casa. El día estaba más propicio para envolverse con su manta en el salón de su casa recordando el poema de Rubén Darío: “De invierno”. Dormir apelotonada y dejarse adormilar lentamente. ¡Qué placer!, musitaba en su interior.  Cuando llegó al portal de su casa un mendigo la miró sentado cerca de su portal y le dijo: “¡la voluntad!”. Enseguida abrió la cartera y contribuyó con lo que pudo, pero con una sonrisa sin culpa. Al abrir la puerta de casa sintió lo reconfortante, lo íntimo, lo personal de su propio espacio. Se acomodó en el sillón no sin antes preparar un disco para que la acompañara. Era de música clásica. Beethoven. Se recostó en el sillón y recordó que tenía que hacer una última llamada antes de entrar en su tan ansiado descanso. Era a su mejor amiga. La conversación duró poco, lo justo para transmitir dulzura y alegría. Después sólo hubo silencio.
En aquella mañana no alertó ninguna señal que le predijera de tal fatalidad. Lo único que parecía cierto en aquella mujer era una profunda paz inocente, como si antes de esa mañana hubiera resuelto todos los asuntos que le quedaban pendientes.

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