21/7/11

El caminante

Y llegó el día, y a los nervios se afilaron y se calmaron las promesas y durmió todo lo esperado. En su casa ya no había nada que recoger, todo se había quedado atrás: los recuerdos, el resguardo y la protección en los días de lluvia. Ni siquiera la protección de la metáfora y su inevitable eternidad lo consoló. Él era un poeta, pequeño, nervioso y con miedos.
Cuando por fin abrió la puerta de la entrada, cuando por fin se decidió a entregarse al mundo, hizo esfuerzos. El aire lo recibió como una bofetada de una frescura nueva y real, imposible de agarrarla con palabras. Cruzó la calle, caminó recto y se fue yendo lentamente. Partió por fin. La calle lloraba a desapego y a reconciliación. No sabía qué tenía por delante, pero ya, ¡atrás!, había adquirido su significado pleno.
Nadie sabe qué fue de aquel hombre y nadie lo ha visto todavía. No era muy conocido, ni antes ni después de su partida. Cuentan que los que dejó atrás murmuraron en un principio, luego lo criticaron y más tarde se sorprendieron. Finalmente abrieron la boca y respiraron un poco, ¡ahí comprendieron! Cuentan también los compañeros de fatigas, que no eran otros sino todas y todos aquellos que encontró en el camino, su capacidad para partir, su constante capacidad para ir lejos y sin mostrar nunca una sensación de huida.
Todos estos relatos ocurrieron al principio, ahora nadie sabe dónde está. Los más osados creen que de tanto avanzar se fundió con el viento y desapareció. Los envidiosos piensan todavía que está en su casa, escondido en cualquier rincón, oculto en otra identidad. Los valientes lo convirtieron en deidad profana. Y los que albergan alguna esperanza de enfrentarse y pelearse cada día con su realidad, ya vislumbran cómo será la maleta el día que tengan que partir.

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