Llega la
mañana, no doy crédito, las sábanas se pegan, más bien parece que tienen vida
propia, que reconocen el momento y me acarician, me envuelven y no me dejan
madrugar. Abrigos que escuchan doblemente, la soledad, cuidándome del frío y
del olvido; recordando que, a veces, las sinestesias son más reales que la
propia verdad diaria: esa de “al pan pan, y al vino vino”. Porque la realidad
se ha esfumado, se ha hecho añicos como un jarrón chino (ahora todas las
metáforas valen, llegados a este punto). Me levanto de la cama, mis pies huelen
el suelo, precipitados, serenos, y miran la distancia con la sonrisa de aquellos
que saben que lo minúsculo es a veces lo máximo: la cocina es la meta, una
distancia concreta, práctica y necesaria. Allá, en la calle, los pasos gritarían,
ya allí la realidad no se mide por metros ni por kilómetros; una nueva unidad
métrica, en estos tiempos distópicos, marcan las avenidas: el miedo, por el
metro; la incertidumbre por el hectómetro; reprender y castigar, presente y futuro,
los kilómetros y aún las distancias más largas (ahora impensables).
Desayuno, sin acortar su tiempo asignado, y mis labios miran,
asombrados, a una mosca que es verdaderamente libre. En un universo que se
expande, estarse quieto va “contra natura” y mi diminuto entrenador personal
me recuerda que los cuásares y los agujeros negros están haciendo su agosto,
aún en primavera, acariciando su misterio en el aleteo de lo que realmente
emite movimiento libre, tanto de luz como de oscuridad: expansión y contracción;
y se empequeñece el pensamiento en esta mañana de eterno lunes reflexionando sobre
la nada, qué menos: ¿para qué pensar en agujeros de gusano para salir de esta
pesadilla?
Me ducho. El agua me susurra una increíble idea cuando el gel
iba a ampliar la cantidad y el límite aconsejados. Me detengo. Observo el
silencio, palpo la intuición, oigo al tiempo que despierta y me asomo por la
ventana del rumor que me cede la toalla, y tomo nota. Me detengo aún más, sin
ningún tipo de travesura lingüística en mente, al menos, de momento.
Pienso en un mundo de posibilidades, esos multiversos de los
sentimientos, estas realidades paralelas, más allá de la entrada de la puerta
de mi casa, ahora que, lo imposible se hace real. Recuerdo aquella vez, cuando
el mar se hizo eterno por unos segundos, al atardecer, y formé parte de ese sol
que decaía hasta que egoístamente supe que estaba ahí, y me dio frío
posteriormente. También recuerdo una colectiva fiesta en mi pueblo; todos los
que habíamos nacido en él, más todos los que nos visitaban en verano, brindábamos
con una alegría que duró casi hasta el amanecer. Todos, absolutamente todos,
nos mirábamos y sabíamos que estábamos en una fiesta histórica y la luna sonreía
con nosotros. Siempre recordaré nuestras caras, entrando y saliendo de la discoteca,
subiendo y bajando las escaleras, en la pista de baile y en el muro del paseo.
Nos mirábamos como si todos hubiéramos visto algo; algo así como: ¿lo viste?, ¿te
estás dando cuenta? Aunque nadie dijo una sola palabra sobre eso, sé que todos
los que estuvieron ahí recuerdan el momento. Quizás estábamos respirando la
felicidad y no éramos conscientes. Solo vivíamos, de ahí la magia, el impacto.
Recuerdo, también, cuando ella nació, cuando lo sagrado se hizo real, cuando las
palabras se detuvieron y el corazón latía con fuerza y no paraba de mirar y
pensar: ¿cómo es posible tal milagro?
Ahora, recién levantado, desayunado y aseado, tengo menos
miedo. No solamente “Soy leyenda”, sino también memoria e historia y registro
de los pasos que me han llevado de un lugar a otro, como del dormitorio a la
cocina y al baño. Y sé, que no puedo seguir dando crédito a la imaginación ni a
la fantasía de lo que sucederá. Solo me agarro a situaciones como las que viví
y que me han traído hasta este domicilio. Momentos vividos a tocateja, in situ,
no proyecciones a largo plazo con un largo interés y sin límite de tiempo para
ser vividas. Por eso, me acercó al salón, miro por la ventana y sonrío. Giro
mis pasos y pongo canciones de Pedro Guerra y Joaquín Sabina. Dejo Para el
final “Y no amanece” de Los Secretos y le guiño un ojo a parte de su letra: "el sol
de medianoche entró por la ventana, y con la luz de un coche, se iluminó tu
cara". El verdadero rostro del tiempo se mide en momentos, situaciones y
personas. El motor de esa compleja maquinaria quizá esté en los pies y no tanto
en la cabeza. Por eso, cada paso que doy, ahora, me devuelve la hora verdadera
de mi vida. Aunque hoy haya un cambio de hora y las playas estén desiertas.
"Quizás estábamos respirando felicidad y no éramos conscientes" ¡Qué gran verdad! Para reflexionar mientras damos esos pequeños pasos...
ResponderEliminarGracias por dejarnos entrar en tu día a día, a tocateja.