19/8/10

MUERTE A TRES BANDAS

   ¿Por qué no podemos entrar en el interior de las personas?... ¿Y por qué tampoco supe cómo mi hermano durante meses había hablado, sin enterarme, con mi mejor amigo, sobre mí, sobre aquel mal trago?, ¡aquella fatal y seca muerte y aquella dura separación o triste desgarro! ¿Por qué no supe intuir las llamadas incesantes de mi familia a mi teléfono, con el pretexto de hablar conmigo, pero con el fin de evitar lo que ahora ya nadie remediará? Ni siquiera los que ahora me miran con la mirada nerviosa y expectante, quizá más nerviosos de lo esperado, sólo porque una pareja de guardia civiles me sujetan y me están conduciendo al coche de atestados, muy cerca de esta patrulla de bomberos que no se da tregua>>.
Esto, y cosas parecidas, es lo que su mente, o lo que quedaba de ella escudriñaba con aquellos ojos sorprendentemente bien abiertos, como si de un infeliz muñeco se tratara, con aquel paso desgarbado, maltrecho, en una tarde que se había conjurado definitivamente siniestra, con un silencio sólo cortado por unos llantos apagados de algunas de las vecinas que lo conocían. Hasta sus propios amigos, algunos de ellos por fortuna no pudieron verlo, pero los que sí estaban presentes en el momento de la detención y la tragedia oían en su interior una melodía ronca y pausada, emocionada y rítmica, (-¡desgraciado!-, mascullaban), mientras los pasos de la tarde avanzaban más lentos que nunca. Las nubes grises parecían como si fueran otro testigo humano más de una atmósfera irremediablemente inevitable por desgracia.
También aquella tarde se enteró de cómo los amigos le intentaron advertir, días antes, de un caos que iba creciendo y creciendo según iban pasando los días. Para que no siguiese ninguna determinación fatalista lo sentaron más de una vez en aquel paseo costero, y hablaron con él de la desafortunada desaparición de su hijo. Y él, con lágrimas en los ojos y con una cerveza en la mano, miraba al frente, y el romper de las olas lo calmaba por un instante, y seguidamente sentía la necesidad de fundirse con un mar que no hablaba, pero cuyas olas emanaban la misma esencia salina de unas lágrimas incontrolables, que ni siquiera la droga, ni las pastillas para dormir que tomaba sin control médico, podían aplacar por aquel entonces.
La separación, o lo que él eufemísticamente llamaba separación, fue dura, lo más duro, incluso más que lo del niño. ¡Irreparable pérdida! le dijeron en el funeral, aquellos, que no encontraron palabras ni consuelo para imprimir algo de aliento a un alma y a una mirada perdida, sumida en la agonía. Vacío de cuerpo y de alma, tembloroso, cargó el féretro de su mujer, ayudado por vecinos y amigos. El ritmo de la alfombra humana que lo rodeaba era lento, lleno de olores y de diferentes sensaciones a su tacto hipersensible. Sus piernas flaquearon, llorando, por un peso que avanzaba hacia la ansiada separación definitiva de la que tanto habló después, pero sus manos y sus hombros sentían por última vez aquella paradójica gravidez; y su interior más profundo revivía, durante breves momentos, las veces en las que tuvo entre sí la fuerza de su cuerpo mientras hacían el amor. Por un instante la vio viva, aunque enseguida recordó cómo había dicho lo mismo, cuando regresó la tarde anterior, y la vio acostada en el suelo con un bote de pastillas en la mano y la otra abrazando la cuna del niño que se les había ido.
También, aquella tarde, vio cómo las miradas se posaban sobre él y sobre los guardia civiles, ¡como aquel día!, mientras todo el pueblo observaba como ardía aquella casa, su casa, que ahora empezaba a ser reducida a cenizas, mientras los bomberos intentaban apagar aquella desgracia familiar, sin saber a ciencia cierta quién había sido el responsable.

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