Giro la cafetera desde su extremo
inferior y su metálico chirriar va contagiando a mi tímpano de lo irreversible:
todo lo que se cierra ha de abrirse, lo finito no es infinito, así como las
bebidas calientes también se enfrían. Extraigo el recipiente del café, soplo
por el pitorro y vacío los posos en mi mano y al abrir el cubo de la basura
pienso que están donde se merecen: en el pozo, en lo más hondo. Desde lejos, en
otra habitación, suena Bon Iver y justo cuando pongo la cafetera al fuego le
presto atención a ambos. El café no es un consuelo, simplemente es un estímulo.
En bata, con zapatillas de levantar y sin afeitar no es esta una bella estampa,
como ni siquiera lo fue para Bon Iver, un año solo en las montañas, dentro de
una pequeña cabaña. Suena uno de los solos de guitarra, lento pero armónico,
capaz de calmar a una ventisca o a una fuerte nevada, sin nadie, dentro de una
casa de madera en medio de la nada. ¿Con cuántas velas se iluminaría? Enciendo
una vela para prolongar el crepúsculo y para honrarlo, ¡cuánto me gustaría
poder hablarle, sin máscara, sin tapujos!, con prolongados silencios si los
hubieran… Tal vez haya sostenido en sus manos su propio atardecer, una puesta
de sol sobre un horizonte de lágrimas o sentado en el porche vislumbrara una
belleza quebrada, como su voz, rota en mil fragmentos, mientras el aire
caleidoscópico de la noche reúna el puzle y se siente a componer. Me arrastran
las ideas, en la casa solo está encendida la luz del flexo del ordenador y alguna
farola a destiempo se proyecta sobre la cocina. No tengo hambre, ya se
encargará el café de alimentar mis dedos para poder seguir escribiendo. Sigue
sin salir el café, la canción está justo a la mitad y la noche alarga sus dedos.
Oigo risas desde la calle, me impresionan, una moto la atraviesa con el escape
rectificado y a gran velocidad, siento miedo. Termino de abrir la ventana y
desde la buhardilla solo distingo un leve atasco, palomas que danzan un vuelo
misterioso y creo poder, en el ensimismamiento, comunicarme y saberme unido con
ellas. La distancia que hay hacia la carretera multiplica mi sensación de
finitud, de sentirme como estas aves, inmensamente pequeño dentro de una calle
inmensamente pequeña comparada con esta ciudad. Este atisbo de levedad me marea
y dudo de si estoy pisando fuertemente el suelo. Ahora las paredes de la cocina
son grises y el olor del café impregna mis sentidos. De fondo, Bon Iver va
concluyendo la canción, tranquila, levemente también, y estoy seguro de que el
día que supuso como la terminaría había librado una batalla contra un
alcornoque, una mariposa o contra la ausencia de ruido. El café termina por
subir y lo vacío en una taza. Lo saboreo con azúcar y rememoro todo el día que
llevo sin haber hecho otra cosa: escribir sin parar sobre los sentimientos
desbordados: el dolor, la incomprensión y la verdad que se siente grande cuando
no se le pregunta, pero sin haber podido arrancar sólidas páginas desde el
portátil. Lo único que me maravilla es esta capacidad de mímesis con este
cantante que me arrastra y me permite realmente transportarme hacia un espacio
real que quizá no se halle tan lejos, perdido en las montañas, a lo mejor solo
necesite poner una cafetera al fuego y girar mi cabeza mientras veo juguetear a
las palomas desde la ventana.
Sin embargo las uso para aproximar esta terrible paradoja. Qué magníficas son cuando son usadas con precisión y elegancia, qué pobres se vuelven cuando aspiran a hacer cumbre donde lo innombrable tiene su morada...
23/1/15
18/1/15
El acantilado de la duda
Y por un momento
quise mover un pie ante aquella impresionante montaña que daba al mar, el
viento era suave y en su aleteo me acordé de otros pequeños pasos irrefrenables
que en la historia se habían convertido en decisivos. No sé por qué en aquella
tarde todo terminaría y empezaba con solemnidad. Pensé en Giordano Bruno, -sí
fui yo-, dando un tembloroso paso afirmativo ante el tribunal inquisitorial. O
en Evita Perón, convencida por primera vez que su figura representaba al cambio
social o quizás en Cervantes, la primera vez que daba el paso para convertirse
en historia para siempre. Por más que pensara en figuras significativas no era
capaz de avanzar un milímetro, bien sabía que las decisiones de otros habían
supuesto algo. La mía no significaría nada. Ahí estaba, en la cima de aquel
acantilado, vestido con un traje con sabor a despedida, después de haber
visitado los portales de mis íntimos amigos sin atreverme a llamar a la puerta,
mientras oteaba las ventanas desde mi coche dedicándoles a cada uno un cigarro
y celebrando en mi memoria todos los recuerdos compartidos, algunos
inenarrables. A lo lejos el sol va inclinándose suavemente pero adquiere un
tono casi fabulístico, casi parece hablarme, tal vez esté esperando a que dé el
paso. No muy lejos de ahí, un angelito, sí supo esperar en la acera hasta que
el semáforo estuviera en verde, quietecita, sin embargo, detenerse no fue suficiente
cuando a un repartidor de pizzas le patina la moto y el manillar, la lasaña y
el cabello teñido de sangre se mezclan en un amasijo incomestible e inerme.
Nunca supe adónde ibas aquella tarde ni por qué escogiste ese trayecto y no
otro. Ni un segundo para reflexionar te dieron, amor mío. Pero es paradójico,
ahora tengo todo el tiempo del mundo para dar un paso, uno solo, y me siento
imbuido por una enorme responsabilidad, sí lo doy, te celebro, un año después
de lo sucedido, sí me echo atrás, podrían celebrarme todos los que aguardan y
sospechan que algo no anda bien. Mi corazón tiembla, mis rodillas se flexionan
y mi pie derecho pone un pie por fuera del abismo. El izquierdo mantiene
débilmente el equilibrio, los ojos empiezan a cargarse de lágrimas y me llevo
las manos a los ojos para sostener aquella cara que se desencaja. Derrotado por
fin, me siento sobre el acantilado y meciendo las piernas sin balancearme,
continuo con aquel llanto que parece no tener fin mientras me proyecto sobre una
brillante luna nueva que parece devolverme una sonrisa.
11/1/15
Derrotarse...
La cinta americana adherida a mis dos tobillos está ejerciendo una insostenible presión y siento un calor como si estuvieran hirviendo en mis pies doscientas agujas. Estoy acostado, el suelo es frío y rugoso pero ya me he acostumbrado a despertarme con esta sensación fresca y cálida después de mearme los pantalones una y otra vez y sin ni siquiera poder mis brazos alcanzar para sujetarme los genitales, la cadena no me deja. Su agudo y estridente sonido me recuerda lo frágil que soy, denso en sangre, robusto es mi esqueleto, flexibles y tensos pueden ser mis músculos pero no tengo nada que hacer contra el acero. He intentado desencajarme los pulgares pero las argollas que sujetan mis muñecas son gruesas y estrechas. Soy un Cristo pero acostado, sin el clamor de sus enemigos o las lágrimas de sus allegados, han pasado dos mil años pero la situación se repite, un mártir condenado aunque sin testigos. Aquí solo oigo el agudo silencio, siento la negrura y no distingo mi cuerpo amordazado, ni las llagas que supuran en mi espalda o los lacerdados muslos. Observo como mis pensamientos se están adaptando a la soledad y al cautiverio extremo y mi percepción se vuelve lúcida después de tantos días y empiezo a adivinar el sonido de las patas de las cucarachas, una gota que irremediablemente cae cada 30 segundos del techo, el sabor a lombriz que mi cuerpo fatigado come y el hedor, el espantoso hedor que se ha vuelto perfume, tan real, como este hilillo de voces y de luces, golpes de martillo sobre madera, gritos que se van haciendo audibles, tan cerca, que me deslumbran y sé que no es un sueño, porque en Guantánamo puede pasar cualquier cosa, menos soñar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)