18/1/15

El acantilado de la duda



Y por un momento quise mover un pie ante aquella impresionante montaña que daba al mar, el viento era suave y en su aleteo me acordé de otros pequeños pasos irrefrenables que en la historia se habían convertido en decisivos. No sé por qué en aquella tarde todo terminaría y empezaba con solemnidad. Pensé en Giordano Bruno, -sí fui yo-, dando un tembloroso paso afirmativo ante el tribunal inquisitorial. O en Evita Perón, convencida por primera vez que su figura representaba al cambio social o quizás en Cervantes, la primera vez que daba el paso para convertirse en historia para siempre. Por más que pensara en figuras significativas no era capaz de avanzar un milímetro, bien sabía que las decisiones de otros habían supuesto algo. La mía no significaría nada. Ahí estaba, en la cima de aquel acantilado, vestido con un traje con sabor a despedida, después de haber visitado los portales de mis íntimos amigos sin atreverme a llamar a la puerta, mientras oteaba las ventanas desde mi coche dedicándoles a cada uno un cigarro y celebrando en mi memoria todos los recuerdos compartidos, algunos inenarrables. A lo lejos el sol va inclinándose suavemente pero adquiere un tono casi fabulístico, casi parece hablarme, tal vez esté esperando a que dé el paso. No muy lejos de ahí, un angelito, sí supo esperar en la acera hasta que el semáforo estuviera en verde, quietecita, sin embargo, detenerse no fue suficiente cuando a un repartidor de pizzas le patina la moto y el manillar, la lasaña y el cabello teñido de sangre se mezclan en un amasijo incomestible e inerme. Nunca supe adónde ibas aquella tarde ni por qué escogiste ese trayecto y no otro. Ni un segundo para reflexionar te dieron, amor mío. Pero es paradójico, ahora tengo todo el tiempo del mundo para dar un paso, uno solo, y me siento imbuido por una enorme responsabilidad, sí lo doy, te celebro, un año después de lo sucedido, sí me echo atrás, podrían celebrarme todos los que aguardan y sospechan que algo no anda bien. Mi corazón tiembla, mis rodillas se flexionan y mi pie derecho pone un pie por fuera del abismo. El izquierdo mantiene débilmente el equilibrio, los ojos empiezan a cargarse de lágrimas y me llevo las manos a los ojos para sostener aquella cara que se desencaja. Derrotado por fin, me siento sobre el acantilado y meciendo las piernas sin balancearme, continuo con aquel llanto que parece no tener fin mientras me proyecto sobre una brillante luna nueva que parece devolverme una sonrisa.

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