23/1/15

Un café casi compartido



Giro la cafetera desde su extremo inferior y su metálico chirriar va contagiando a mi tímpano de lo irreversible: todo lo que se cierra ha de abrirse, lo finito no es infinito, así como las bebidas calientes también se enfrían. Extraigo el recipiente del café, soplo por el pitorro y vacío los posos en mi mano y al abrir el cubo de la basura pienso que están donde se merecen: en el pozo, en lo más hondo. Desde lejos, en otra habitación, suena Bon Iver y justo cuando pongo la cafetera al fuego le presto atención a ambos. El café no es un consuelo, simplemente es un estímulo. En bata, con zapatillas de levantar y sin afeitar no es esta una bella estampa, como ni siquiera lo fue para Bon Iver, un año solo en las montañas, dentro de una pequeña cabaña. Suena uno de los solos de guitarra, lento pero armónico, capaz de calmar a una ventisca o a una fuerte nevada, sin nadie, dentro de una casa de madera en medio de la nada. ¿Con cuántas velas se iluminaría? Enciendo una vela para prolongar el crepúsculo y para honrarlo, ¡cuánto me gustaría poder hablarle, sin máscara, sin tapujos!, con prolongados silencios si los hubieran… Tal vez haya sostenido en sus manos su propio atardecer, una puesta de sol sobre un horizonte de lágrimas o sentado en el porche vislumbrara una belleza quebrada, como su voz, rota en mil fragmentos, mientras el aire caleidoscópico de la noche reúna el puzle y se siente a componer. Me arrastran las ideas, en la casa solo está encendida la luz del flexo del ordenador y alguna farola a destiempo se proyecta sobre la cocina. No tengo hambre, ya se encargará el café de alimentar mis dedos para poder seguir escribiendo. Sigue sin salir el café, la canción está justo a la mitad y la noche alarga sus dedos. Oigo risas desde la calle, me impresionan, una moto la atraviesa con el escape rectificado y a gran velocidad, siento miedo. Termino de abrir la ventana y desde la buhardilla solo distingo un leve atasco, palomas que danzan un vuelo misterioso y creo poder, en el ensimismamiento, comunicarme y saberme unido con ellas. La distancia que hay hacia la carretera multiplica mi sensación de finitud, de sentirme como estas aves, inmensamente pequeño dentro de una calle inmensamente pequeña comparada con esta ciudad. Este atisbo de levedad me marea y dudo de si estoy pisando fuertemente el suelo. Ahora las paredes de la cocina son grises y el olor del café impregna mis sentidos. De fondo, Bon Iver va concluyendo la canción, tranquila, levemente también, y estoy seguro de que el día que supuso como la terminaría había librado una batalla contra un alcornoque, una mariposa o contra la ausencia de ruido. El café termina por subir y lo vacío en una taza. Lo saboreo con azúcar y rememoro todo el día que llevo sin haber hecho otra cosa: escribir sin parar sobre los sentimientos desbordados: el dolor, la incomprensión y la verdad que se siente grande cuando no se le pregunta, pero sin haber podido arrancar sólidas páginas desde el portátil. Lo único que me maravilla es esta capacidad de mímesis con este cantante que me arrastra y me permite realmente transportarme hacia un espacio real que quizá no se halle tan lejos, perdido en las montañas, a lo mejor solo necesite poner una cafetera al fuego y girar mi cabeza mientras veo juguetear a las palomas desde la ventana.


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