11/1/15

Derrotarse...

            La cinta americana adherida a mis dos tobillos está ejerciendo una insostenible presión y siento un calor como si estuvieran hirviendo en mis pies doscientas agujas. Estoy acostado, el suelo es frío y rugoso pero ya me he acostumbrado a despertarme con esta sensación fresca y cálida después de mearme los pantalones una y otra vez y sin ni siquiera poder mis brazos alcanzar para sujetarme los genitales, la cadena no me deja. Su agudo y estridente sonido me recuerda lo frágil que soy, denso en sangre, robusto es mi esqueleto, flexibles y tensos pueden ser mis músculos pero no tengo nada que hacer contra el acero. He intentado desencajarme los pulgares pero las argollas que sujetan mis muñecas son gruesas y estrechas. Soy un Cristo pero acostado, sin el clamor de sus enemigos o las lágrimas de sus allegados, han pasado dos mil años pero la situación se repite, un mártir condenado aunque sin testigos. Aquí solo oigo el agudo silencio, siento la negrura y no distingo mi cuerpo amordazado, ni las llagas que supuran en mi espalda o los lacerdados muslos. Observo como mis pensamientos se están adaptando a la soledad y al cautiverio extremo y mi percepción se vuelve lúcida después de tantos días y empiezo a adivinar el sonido de las patas de las cucarachas, una gota que irremediablemente cae cada 30 segundos del techo, el sabor a lombriz que mi cuerpo fatigado come y el hedor, el espantoso hedor que se ha vuelto perfume, tan real, como este hilillo de voces y de luces, golpes de martillo sobre madera, gritos que se van haciendo audibles, tan cerca, que me deslumbran y sé que no es un sueño, porque en Guantánamo puede pasar cualquier cosa, menos soñar.

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