5/2/12

El sorbo del café

Era media tarde, cuando sentado con un café, él, que había conocido la escritura de oídas, se preguntó si su oficio tenía algún sentido. No era un escritor de despacho, más bien se dejaba llevar por los ambientes, por un aparente desorden y por aquella larga tarde de domingo. Así escribía. Con un tiempo invernal y un café uno ya sabe que el tiempo es una burla. ¿A ver qué placer continuado supera al de este sorbo?, -se decía-.
Y justo ahí dejó de beber y se preguntó por el tiempo y si escribir no era acaso disfrutar de la belleza de la taza del café y del contenido de la misma. Con este horror busco dos espejos con el que mirarse, uno enfrente, otro detrás, simulaba alguna teoría borgiana y se rió. ¿Quién es el que bebe el café, el que está sujetando la taza o el que está sujetando el espejo? Tenía poca luz natural en casa, hacía frío, las nubes eran las auténticamente protagonistas y abandonó su experimento. Decidió irse, estaba obsesionado en comprender el tiempo, aprisionarlo, la tarde era larga y dura, se recordaba. Salió de casa y fue a aquella su montaña, y desde allí y con altura pudo ver de nuevo y coger aire. Enseguida se dio cuenta de que el verdadero maestro del tiempo era Borges y regresó a casa. Cogió varios relatos y se detuvo en “El otro”. Lo leyó con gusto y decidió compartir el comienzo:
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969 al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, lo otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Se que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme enseguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. la que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La Tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de una décima del principio. La voz no era la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra –fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
-En tal caso –le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Bores. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No –me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpiente, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quincherant, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el artor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
-Dufour- corrigió.
-Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No  -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté: -Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si el sueño durara? –dijo con ansiedad. Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía… […]
No sé si pueden entender ahora el pavor que sentí al recordarme sosteniendo los espejos… ¿Quién soy yo me pregunté?  Habían pasado unas horas, pero la tarde seguía siendo larga, como el deshielo de aquel río, aquel milagro posible.
De pronto detuve mi narración y me di cuenta que el deshielo se produjo en una mañana en un banco de Boston y ahora era domingo y no había sol que calentara lo suficientemente para darle estímulos suficientes a esta naturaleza vespertina que empezaba a desnudarse. No supe qué decir.
Pero cómo se estaba haciendo de noche decidí salir de nuevo de casa y abandonar esta escritura. Por fin había ganado la partida la larga tarde a aquel deseado sorbo de café. Cuando estaba en la puerta a punto de cerrarla, algo me detuvo. Regresé rápidamente y volví a verme en los espejos, como lo había hecho anteriormente. Con la mano izquierda sostenía un espejo de mano, con la derecha sujetaba el ratón del ordenador. Y con esa imagen supe, en aquel momento, qué eran las imágenes, su poder y su belleza…
Sin embargo recordé algo, casi sin querer. Yo no había estado en aquella montaña en esa tarde, ni siquiera iría a visitarla de nuevo. Sorprendido nuevamente, volví a verme en el espejo. Fijé la atención y dejé que el tiempo se fuera deteniendo, sin prisas. Y casi milagrosamente hicieron aparición dos sonrisas coincidiendo al unísono, la del espejo y la mía, y era tan placentero como el sorbo de un café, o como el final de aquel extraordinario cuento de Borges.

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