21/5/11

El poder de una minoría puede cambiar el mundo. Un relato en honor al #15 m

Érase una vez, un joven chino que se convirtió en leyenda, y no sólo por lo que hizo en vida, sino por lo que además simbolizó después de una desafortunada muerte, bendecida también por otros, que no fueron ni sus incontables seguidores directos  ni los que nunca le conocimos.
Li no sabía leer ni escribir, pero su pasión desde que era niño siempre había sido la fotografía. Desde la infancia supo comprender cómo funcionaban aquellos aparatejos, aunque en su pueblo desconocieran tal artificio, puesto que el cultivo del arroz era, para todos, una fuente inagotable de trabajos y beneficios. Desde que empezó a llegar el turismo occidental a aquel pueblo situado entre valles, sus habitantes se percataron de que  la modernidad tocaba a sus puertas, no sólo por el encanto y la forma en cómo iban vestidos, sino por algunos inventos que traían consigo. De entre ellos, uno cautivó a todos los habitantes, fascinados y sorprendidos ante tal prodigio de la naturaleza. Fue la cámara fotográfica el invento que atrapó la imaginación y los ojos de aquel muchacho llamado Li, al que mi abuelo le había sacado su primera foto, entregándosela tiempo después, junto con la cámara, objeto con el aquellos ojos siempre se habían fascinado. Mi abuelo iba y venía a Oriente siempre que podía, yo no había nacido, y la guerra, en el pueblo natal de Li, había estallado prematuramente.
De niño introvertido pasó a niño intrépido, siempre con la cámara en mano. Siempre dispuesto a encontrar el mejor ángulo. Cuando las fuerzas de reclutamiento llegaron a su pueblo no tuvieron la cortesía de establecer un baremo que no sacrificara a los jóvenes o los más débiles, sino que todos entraron a formar parte del nuevo regimiento que se quería crear. Parece curioso que las fuerzas rebeldes necesitaran un suministro humano tan lejos de la capital, un lugar donde las lluvias eran frecuentes, por la resaca que dejaban, por los colores brillantes del cielo y del paisaje junto con el goteo todavía evidente de las hojas de los árboles, que invitaban más a la tranquilidad y a la calma que a la acción. Ni siquiera se planteaban, como hipótesis, huir de aquellas tierras. Nadie en todo el valle veía una desgracia en las tormentas, más bien era la bendición de una vida que se abría camino, como también lo hacían ellos, sin prisas, con un ritmo propiamente natural. Cuando los rebeldes entraron en la casa de Li, la registraron completamente. Su madre sostenía a su hermana cerca de la cocina y con un gesto de dolor les pedía que no les hicieran daño. Todo era ruido, desde las voces furiosas de los paramilitares hasta las idas y venidas dentro de aquella cabaña. A Li lo encontraron en una habitación sentado en un jergón con las manos en las rodillas. No pareció temeroso cuando le hablaron; su voz no vaciló, ni siquiera cuando le ofrecieron la posibilidad de enrolarse con ellos. Sólo les planteó valientemente una pega, algo que en aquel momento parecía solamente un capricho. La cámara, su cámara de fotos, tendría que ir con él.
La guerra duró mucho tiempo. A Occidente sólo llegaron sus ecos, alguna victoria importante del ejército rebelde, la dura defensa del gobierno oficial, pero poco más. Li aprendió deprisa a montar su fusil y a camuflarse en la espesura, aunque siempre tenía la mirada dividida, entre su propia supervivencia y la necesidad de expresar su creatividad a través del objetivo de su cámara.
Cuando terminó la guerra fue difícil legitimar la victoria que el nuevo gobierno rebelde había conseguido. Desde fuera se oyeron numerosas voces opuestas, incluidas la de los exiliados, que pedían la intervención militar de las fuerzas internacionales.
Mi abuelo, que era embajador, me contó luego lo difícil que fueron las negociaciones políticas y cómo un hecho lo cambió todo. Aún con la tensa situación y con la presión casi ahogándoles, el nuevo gobierno rebelde filtró a los medios de comunicación internacionales, centenares de fotos que mostraban el horror de la guerra. En ella se veía con claridad la ilógica de tal enfrentamiento y el horror producido por las dos partes de la contienda. Muchas de ellas tenían un alto valor artístico, por los gestos y la naturalidad de la vida de los soldados. En una de tantas fotos, Li se había autorretratado como el autor de todo aquel material. Mi abuelo, por supuesto, no dijo nada al ver esta última fotografía, pero según me dijo después, una leve sonrisa se desprendió de su boca. Con la opinión pública dividida a partir de ahí, se rebajaron las exigencias para el nuevo gobierno, que hizo oficial y  propio, su auténtico golpe de estado.
A Li lo condecoraron y lo agasajaron como fiel representante del Alto Poder Militar (APM) con un una vida cómoda y relativamente tranquila, a pesar de que siempre tuviera que estar al servicio del Partido, aunque solo fuera como imagen y nombre, sin tener la carga y la responsabilidad de tomar las fotos, que quedaban en manos de sus colaboradores y aprendices. Fue precisamente su imagen lo que marcó a partir de ahí su vida y su muerte. En uno de los actos a los que acudía como  parte del ya legitimado partido, sufrió un desmayo y ya nunca más se volvió a levantar. Fue retirado del improvisado escenario con una mezcla de silencios e incontenibles aplausos, justa despedida a una vida merecedora de admiración y reconocimiento.
Yo, que he narrado todo desde fuera, sin haberlo conocido directamente, solo puedo testimoniar las palabras de mi abuelo y los ecos que llegaron hacia mi país natal. Sin embargo, aún existe hoy una prueba más de todo lo que supuso Li para un país entero: el encendedor de mis cigarros lleva estampada su cara, encendedor que compré en un bazar chino de mi calle.
Parece evidente que la luz de algunas almas jamás se apagan de todo. ¿No creéis?

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